De un pensamiento al otro, como sucede casi siempre en el pensar, había sólo un paso y Fortino lo dio:
-¿Sabes, María?, le dijo Fortino aquella noche, bajo una de las últimas lunas de ese mayo, a la ausencia de su esposa que ahora lo acompañaba a todas partes, he estado pensando que deberíamos ir a la capital.
El amoblado de la casa tuvo la virtud de renacer en él, aquel deseo del niño Fortino de mirar algún día el color de otro horizonte, y no era precisamente el del mar porque ese sueño, aunque fue muy grande y por un buen rato le inundó la imaginación, muy pronto quedó empequeñecido con la revelación que le regaló Cirilo, aquel día cuando lo enseñó a soñar, diciéndole que en un lugar llamado capital vivía una cosa llamada progreso, y estaba llegando el momento de enfrentarlo con los ojos.
Entonces lo siguiente fue tomar la decisión y, una vez que él y María lo acordaron, se puso a buscar a la Paloma, que para esos días había sido sujeto de transacción ya varias veces, y tuvo que ir con cada uno de los nuevos propietarios desde Jacinto Argüelles, quien lo envió con el siguiente y éste a su vez con el siguiente, hasta llegar a Juan Pascual Omaña, a quien todos le llamaban Pascualito, y a él volvió a comprarle nuevamente el animal. Hasta ese momento se enteró, con las cosas que fue oyendo mientras iba preguntando dónde estaba su Paloma, que la idea de regalarle a los arrieros las bestias de carga, más que ser un buen deseo de su parte, solamente había sido una inmensa necedad. Porque sólo habían pasado un par de días, después de que Macrina repartiera, cuando se hizo el primer trato entre Martín María, el hermano de Jesús, con Roberto el del molino, a quien Martín debía el importe de seis meses de molienda. Y el trato fue entregarle el animal a cambio de la deuda y de pilón recibiría otros meses de ribete más un costal de cal, con el que él quería cumplirle un viejo sueño a su mujer: quería encalarle, aunque fuera por una sola vez, las paredes de la mísera vivienda que habitaban. Y Obviamente todo mundo se enteró, menos Fortino. Eso animó a José Limón, el esposo de Estela, a hacer el trueque de su mula con la viuda del otro Nicolás, el pobre, a cambio de un paquete de herramientas que en suma contenía: una hacha de las grandes; dos medianas y otra más pequeña; un machete algo oxidado; una piedra de afilar de buen tamaño; y un manojo más bien grande de cuerdas y cordeles. Pero además, en trato aparte, la promesa de la viuda a recibirlo algunas noches, siempre y cuando éstas no fueran de luna y él viniera hasta su casa con sobrada discreción. Y de ese negocio, como era natural, la gente sólo supo que hubo el cambio de una mula por objetos, pero de nueva cuenta nadie se lo comentó a Fortino. Después se volvieron cosa regular, y hubo quien por un costal de granos o de cualquier otra semilla, un pedazo de cochino o una pierna de venado, o una mecedora coja y una plancha de carbón, pero todos en el pueblo hicieron comercio. Y unos días después, cuando aún nadie sabía que días mejores estaban por venir, la animalada nuevamente era propiedad de unos cuantos y estos a su vez la rentaban a todos los demás.
Pero Fortino andaba tan entusiasmado con su próximo viaje, que ya no le molestó el enterarse de aquella realidad, pues lo único que le interesaba en ese momento era recuperar a la Paloma. Y terminó pagando por ella los diecisiete pesos originales más otros diecisiete, porque ya para ese tiempo en Santanita, el valor de las cosas se daba midiendo el tamaño del deseo del comprador, y lo que menos importaba era el precio del objeto. Pero los pagó con gusto y además muy agradecido, por todos los cuidados que recibió el animal por parte de Pascualito, y así pasó a ser el octavo dueño de la mula.
Y ese lunes cuatro de junio, una madrugada anubada y fría y ralamente iluminada por su propia luna, rodeó la salida de Fortino y de su mula hacia la capital.