Tierra de prodigios

VEINTISIETE

A la distancia, las primeras torres de iglesia comenzaron a aparecer, tal como se lo habían descrito las palabras del viejo Cirilo muchos años atrás, y fue así como supo que ya estaban por llegar.

-Lo primero que se ve, le dijo aquella vez, son las tantas torres que con sus puntas... como si rasgaran el cielo.

-¿Y para qué tantas, Cirilo?, le preguntó muy interesado el niño, quien entendía perfectamente los significados de la palabra torre y de la palabra iglesia, pues éstas existían en muchos comentarios que él había escuchado, aún cuando esas formas en su mente se veían como sombras.

-Pues no lo sé, Fortino, le respondió el viejo, ya que él nunca se lo había preguntado, pero de pronto se le ocurrió una respuesta y esbozando una sonrisa apenas perceptible, le respondió, ¿no será que en ese sitio abundan los pecados?

Así que Fortino recorrió temeroso las primeras calles, avanzando con mucha lentitud y buscando discretamente en el rostro de las personas, algún indicio de que éstas fueran tan pecadoras, como le dijo Cirilo en aquella ocasión, pero no encontró nada de eso. Al contrario de lo que siempre había supuesto, la gente parecía normal, aunque no del todo igual a la que él solía ver en otros lados, porque aquí lucían distintas las personas, se vestían de otro modo, hablaban diferente. Como también eran distintas las casas y las calles y hasta el azul del cielo no era el mismo, como si hubiera algo en el aire que hacía que pareciera diferente ese lugar. Y frente a todo ese conjunto, por fin Fortino empezó a comprender el verdadero significado de la palabra capital, porque no sólo era una gran ciudad, tan grande como veinte Santanitas o más, como le había dicho el viejo, sino que también era una sorpresa constante, que sobrepasaba con creces los relatos de Cirilo y cualquier otra idea que él hubiera traído en su imaginación.

Las berlinas y landós que circulaban por las calles, tenían un parentesco muy lejano con aquellos carromatos de los pueblos de su rumbo, sólo que éstas por su hechura se veían más elegantes y eran mucho más ligeras, aunque lo más sorprendente a los ojos de Fortino fue que ahí no usaban burros y, a pesar de que eran muchas, para todas alcanzaban los caballos. Y no obstante que eran tantas, ninguna le causó el gran estupor que sintió, cuando vio aquel extraño carretón sin bestias de tiro, que apareció de improviso dando la vuelta en una esquina y que así como viró, inmediatamente se enfiló hacia donde estaba él, avanzando a una gran velocidad, como la que él nunca había visto en ningún otro lugar, y haciendo un ruido aterrador, más que nada por desconocido.

-Y el colmo del progreso, Fortino, le explicó entonces el viejo, quien no acababa de llenar con sus palabras la curiosidad tan desbordada de ese niño, son los prodigios.

Y en ese momento, frente a él tenía un recuerdo vuelto prodigio, o un prodigio como salido de su recuerdo que así como apareció, lanzando al aire ese horrible sonido como de muchos tambores, pasó brincoteando sobre el empedrado y luego desapareció, dejando tras de sí sólo el eco de su paso, una larga y pestilente cola de humo, y a un Fortino asustado que no paraba de toser. Así que esto vino a redondearle un poco más la idea que tenía de la palabra capital, porque ya no era solamente la noción, equivocada o no, que él había guardado durante tanto tiempo en su memoria, sino que ahora los conceptos se estaban materializando, y esa asombrosa cosa de progreso que acababa de ver, no estaba hecha únicamente de sorpresa sino también de espanto, y si podía moverse sola, sin ayuda de animales, y andaba por ahí escupiendo todo el ruido que podía y ese humo endemoniado, por muy asombrosa que fuera, de seguro también algo malo debería de tener:

-Esto es peor que el humo del ocote, María, le dijo Fortino, una vez que se repuso de la tos y del susto, a esa mujer como la nada que no se despegaba de él, y si hubiera muchos de éstos, concluyó, todos se estarían ahogando. Y le alegró llevarla sólo en pensamiento.

Luego, mula y amo, con el sol del mediodía en lo más alto del cielo, siguieron su camino al ritmo de sus pasos.

Varias veces más vería, durante aquella tarde, el estridente transitar de esos vehículos autónomos, que al principio lo obligaban a pegarse a las orillas, pero pronto aprendió a mirarlos sin temor y con la curiosidad despierta, abriendo mucho los ojos, como con ánimos de entenderles el secreto, y sólo por precaución, tapándose la nariz con un pañuelo. Pero se fue el mediodía y mientras él seguía andando, sobre el techo de las casas, allá a lo lejos, le pareció distinguir otro recuerdo:

-Una iglesia pusieron en medio, Fortino, que se llama catedral, y es muy más grandísima que todas las demás.

Y no terminaba de meter las imágenes de esos dos, realmente altísimos campanarios, en sus ojos, cuando un ruido sordo, que por detrás de él venía creciendo, y que sintió con los pies porque parecía venir por debajo de la tierra, lo hizo volverse, y se encontró de pronto ante otro prodigio mucho más grande que el primero. Era una mole de fierro que venía avanzando pesadamente, sobre un camino hecho del mismo metal, con un sólo ojo al frente, y que al pasar cerca de él, aparte de encabritar a la Paloma, le dejó ver que en su interior venían muchas personas y aun así, parecía deslizarse sin ningún esfuerzo:

-Y esa cosa, calculó en voz alta Fortino, al tiempo que trataba de calmar a su mula, ni con doce mulas se podría jalar. Y se quedó mirando al tranvía mientras éste se alejaba.



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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