Y más progresos encontraría Fortino con el paso de los días, porque había llegado a un mundo que no era como el mundo o no exactamente, como el mundo al que él pertenecía. Más bien éste era el mundo con el que él solía soñar cuando era un niño, aunque entonces lo ubicaba, en un lugar distante que lindaba con el cielo y con los límites de su imaginación o, en caso de que fuera cierto que existía, a muchos días de camino, a dos tantos más allá del horizonte, en aquella dirección, y en donde únicamente había progresos y prodigios. O así lo imaginaba cuando a veces quería creer en él, porque llegó a pensar, en muchas ocasiones, que era muy difícil que existieran lugares tan extraños como esos que le describió Cirilo, sobre todo cuando empezó a pasar la vida y por más que caminaba, todo lo veía igual: por ejemplo, la montaña siempre era la montaña y lo mismo eran los bosques y el riachuelo que rozaba a Santanita, y los burros, y los hombres enfilados hacia el monte cada día al morir la madrugada, y la prisa y el hambre y la sed y los cansancios, y la gente que encontraba en los caminos y en los pueblos en los que comerciaba y en donde, como era natural, nunca tropezó con un prodigio ni con nada que pudiera ser llamado especial o mejor que lo demás, salvo quizás, con aquellos cielos que cambiaban de colores y que a veces se vestían de nubes; o las plantas curativas con las que se iba cruzando a lo largo del camino; o la tan ansiada hora que esperaba todo el día para detener los pasos, para estar de vuelta en casa con su hija y su mujer, pero nada más: cualquier otra cosa en esta tierra que pudiera ser tasada como una maravilla, de seguro no existía. Así que ¿en dónde, en cuál lugar o en qué imaginación tan desbordada, podría caber una cantidad de agua tan grande como el cielo en un espacio tan pequeño como la palabra mar, y esa otra cosa inverosímil llamada capital?: sólo en la mente de Cirilo. Mas no por ello lo enjuiciaba, porque si el viejo había inventado esas historias fabulosas, tal vez, llegó a pensar, en un arranque de locura, no sólo le obsequió unos pedazos de su loca fantasía sino que, con esos cuentos de lugares, también le regaló un buen remedio de palabras para así contrarrestar, las horas tan comunes de miedo o de tristeza que siempre se sentían andando en la montaña. Pero ahora esos progresos, los que por tanto tiempo carecieron en su mente de una forma definida, estaban ahí, casi al alcance de su mano en aquella realidad y, mucho más allá que sus más descabelladas conjeturas, lo rebasaban todo. Así, esa misma noche, cuando todavía traía resonando en su cabeza los últimos ecos de la caja de sonidos, se encontró en un lugar en el que entró para comer, pues nada había comido en todo el día, con un nuevo prodigio que lo superaba todo:
-No te imaginas, María, le relataría más tarde, ya en privado, a la fiel complicidad de su mujer que no lo abandonaba ni un momento, hasta dónde han llegado éstos.
Y en la descripción que le hizo, le explicó con gran asombro, que el progreso de su pozo dividido por un muro, se había quedado atrás frente a éste otro progreso:
-Ahora, el agua mana sola, mujer, ya no hace falta el pozo, ya no hay ni qué echarle la cubeta.
Y una vez más, como habría de sucederle todavía en sucesivas ocasiones, Fortino volvió a considerar con toda seriedad el llevarse con él aquel objeto. Así que comenzó por tratar de convencer a su mujer, para que viera por sí misma las múltiples bondades que aquel nuevo prodigio le traería a Santanita, pero al final fue él el convencido y quien no pudo dormir, pues ése minúsculo aparato que estaba como incrustado en una de las paredes de aquel pequeño lugar, al que oyó que le nombraban la llave de agua o algo así, -y que tenía la gran peculiaridad de permitir que el agua brotara a voluntad, tal como si ésta saliera del muro, superando no sólo a su pozo dividido sino también al pobre aguamanil, ése adminículo que recién había descubierto ahí en su cuarto y el que, en su simpleza de jofaina y palangana ya lo había cautivado-, estuvo vertiendo agua toda la noche en su pensamiento, pero de tal manera abundante, que al día siguiente su mente ya estaba inundada y la llave no dejaba de manar:
-¿Y habrá tanta agua en este mundo, María?, le preguntó de pronto a su silencio, cuando él ya estaba cuestionándose, con las primeras luces de aquel amanecer, si todos podrían tener un surtidor de agua como ése a su servicio, pero antes de que ella, desde su ausencia, pudiera reaccionar, y como él sabía que ella no sabía ciertas cosas, él mismo se respondió:
-Solamente, musitó, si existiera el mar...
Y ante esa incertidumbre, el chorro de la llave de agua de su mente se detuvo, y el espejo del agua acumulada en su cabeza se empezó a opacar:
-No, María, le dijo finalmente a la oquedad de la mujer que le escuchaba, se me hace que no hay agua para todos.
Y ya no quiso seguir pensando en ese tema.