Tierra de prodigios

TREINTAIDÓS

Aunque entonces ya no le era tan difícil el tener que deshacerse de un deseo, pues en esa tierra de prodigios los progresos pululaban y bastaba con que el tiempo transcurriera para ver cómo surgían casi por cualquier lugar. Más tardaba en dar un paso o en probar un rumbo nuevo y de pronto otro progreso aparecía, y lo mismo sucedía si eran grandes o pequeños, fijos o con movimiento, porque todos compartían aquella esencia que animaba ese lugar y por lo tanto, todos ellos le movían las emociones y hasta a veces le cambiaban de lugar los sentimientos. Y entre los más notorios con los que se tropezó, después de rechazar la llave de agua, el kiosco fue quizás el que más le convenció, en parte por su singular presencia, pero también porque al verlo recordó, que él estaba ahí únicamente por haber encontrado la posibilidad, esa que mucho tiempo atrás le describió Cirilo.

-Oye Cirilo, se animó a decirle el niño después de aquel silencio, cuando el viejo le habló de los deseos y los caprichos, si quiero tener algo que no puedo tener, y en ese mismo instante pensaba en su papá y obviamente en el futuro que éste le negaba, y aún así me empeño en tenerlo... ¿ése es el capricho que tengo qué romper?

-Sí, Fortino.

-Pero, volvió a preguntarle el niño, aunque ahora con un tono entristecido, porque algo le decía en su interior, que a partir de ese momento su destino dependía de la respuesta de Cirilo, ¿aunque yo quiera tenerlo... lo tengo qué romper?

-Sí, le confirmó el viejo, pero al ver que sus palabras dejaban una huella de congoja en la cara de Fortino, en vez de preguntarle qué era eso que tanto le afligía, le dijo como para consolarlo aunque también por abreviar, pero no olvides, hijo, que siempre queda la posibilidad de encontrar algo mejor en el camino... y después de eso volvió de su mutismo, porque era mucho todavía lo que le quería decir y no quedaba tiempo, la tarde iba llegando a su final y el niño pronto se tendría que ir.

Aunque esa tarde la respuesta de Cirilo ya había surtido efecto, pues fue a causa de la misma y no por esos palos que le dieron, que finalmente Fortino aceptó el porvenir que le tocaba. Y aún tendría que caminar por mucho tiempo, hasta que en una noche oscura, mientras cavaba febrilmente, buscando unas hormigas con las que trataría de conservarle la vida a su mujer, terminaría desenterrando no sólo su destino, como luego pensaría, sino también esa posibilidad de la que le habló Cirilo. Pero una vez que comparó aquellas palabras de su amigo con la nueva realidad que le rodeaba, comprendió que esa posibilidad que encontró en aquel camino, no fue precisamente algo mejor.

Y no obstante estaba ahí, en ese lugar en el que se levantaba, fastuoso y espectacular, aquel progreso inmóvil que no tenía ni nombre y que logró, desde el primer momento en que lo vio, cautivarle los sentidos. Pues le maravilló, además de su tamaño y de lo raro de su forma, el que estaba construido principalmente de aire, ya que si se le quitaran las piedras de la base, las ocho delgadísimas columnas con aquellos barandales y ese techo irregular que todo lo cubría, no quedaría nada o cuando mucho, sólo un hueco importante, ni redondo ni cuadrado, en el centro de ese parque. Pero por otro lado, lo que más le fascinó de ése edificio casi aéreo, fue que en su parte de adentro o en el aire equivalente a su interior, un gran número de músicos tocaban alegremente al viento y, para su tranquilidad, las hermosas melodías que vertían en el espacio, estaban construidas con sonidos verdaderos. Así que ya no le costó ningún esfuerzo el volver a desear y más aún, el poderse imaginar una estructura como ésa instalada en la barranca, justo al pie del cementerio, para que sus mujeres pudieran escuchar esa música perfecta que él no les podría explicar, aunque era parecida, guardando las distancias, a la música que harían dos docenas de Ciprianos, sólo que estos personajes que adornaban con sus rítmicos sonidos ese mágico lugar, se vestían muy elegantes, no se veían borrachos y pulsaban todos ellos instrumentos diferentes. Pero llegó hasta el punto, en su imaginación, de tener que llevarse a Santanita ese progreso, y de pronto se topó con que no había solución, pues no había en este mundo un carretón de ese tamaño y si lo hubiera, suponiendo que pudieran cargar aquel prodigio y colocarlo encima de él, no podrían arrastrarlo ni con todas las mulas de su pueblo.

Pero en esa ocasión, por primera vez en ese tiempo, no sintió nada: ni siquiera una poca de pena. Y es que sin darse cuenta, si bien no había encontrado todavía algún progreso para llevárselo con él, poco a poco había ido haciéndose inmune, o al menos cada vez más resistente en contra de las trampas que a veces le jugaba la esperanza.

Y más progresos conoció Fortino durante aquellos días, como aquellas estatuas que encontró en una avenida y que le comentaron que eran unos monumentos, aunque no pudo entender por más que las miraba, para qué servían, y menos pudo imaginarlas colocadas en su pueblo. O aquellas lindas cajas que tenían un vidrio al frente y que la gente las usaba como adorno en sus paredes, le dijeron que servían para medir el tiempo, pero cuando trataron de explicarle que esas rayas y aquellos garabatos que había detrás del vidrio, eran las horas del día, y que el paso de la vida lo marcaban esas cosas como agujas con su lento caminar, ya no lo pudo o no lo quiso comprender: ¿pues que no en todos lados el día duraba lo que el sol y la noche se amoldaba al tamaño de los sueños? Y qué decir de aquella cosa que llamaban: la luz artificial, que brillaba incandescente por las noches, en las más céntricas calles, y que a él lo convocó desde muy lejos, con su voz de resplandores, la primer vez que volvió hasta su pensión cuando ya había oscurecido. Sólo que esa vez aquel prodigio, el más sorprendente de todos los prodigios, lo dejó literalmente deslumbrado, viendo manchas luminosas durante horas sobre el fondo de la noche, por haberse asomado al interior de aquel bombillo, y todo por tratar de descubrir cómo esos hombres de la capital, habían podido meterle aquella lumbre que nunca se apagaba. O como aquel objeto, que muy pocos tenían, al que le llamaban teléfono, y que servía solamente para algo tan absurdo como hablar desde muy lejos, aunque nunca de tan lejos, él supuso, como lo estaba él de María, así que ese tampoco le servía para nada.



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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