Torbellino: El Vuelo de la Mariposa (volumen 3)

Capítulo 26

Lorie no faltó a la verdad con sus aseveraciones; durante toda la noche no dejaron de recibir ambulancias sobrepasadas de heridos y más soldados muertos. Sam tenía ya demasiadas horas sin dormir; sin embargo, la adrenalina que corría por sus venas, al ver ingresar a todos estos jóvenes. La gran mayoría de ellos heridos de gravedad, gritando e implorando por ayuda, no le permitieron sentir el cansancio del momento; sino que corría sin detenerse, ni un segundo, de un lado al otro. Auxiliando y atendiendo a los de mayor urgencia. Derivándolos directamente a los quirófanos. Subiendo sobre cuerpos inertes, transportados en camillas; mientras que ella, sobre sus pechos desnudos, intentaba traerlos de vuelta a la vida con sus maniobras de resucitación. Malabares que al final la llevaron a hacerse cargo de un chico, al cual no le calculó habría de tener más de dieciocho años. Su pierna derecha había sido amputada desde la rodilla y no dejaba de sujetarse de su uniforme, gritando y suplicando a la doctora que, por favor, no lo dejase morir.

Sam lo miró con profundo detenimiento. No era más que un niño y si éste lograba sobrevivir, tendría que enfrentar la vida, de allí en adelante, sin una de sus extremidades.

—¡Por favor, no me deje! —Lo escuchó arrastrar con la histeria de su voz cargada en llanto.

Así que le habló de forma alta, clara y consistente, sin dejar de mirarle a los ojos.

—Vas a salir de esto, ¿me oíste?

Pero él no atendió a la voz que le llamó a la calma, sino que continuó con el desespero de sus movimientos y de sus gritos.

—¡Mírame! —Repuso ella sobre él con su voz de mando y entonces, le ordenó que se callara—. Escúchame, muy bien, lo que te voy a decir. Tú vas a superar esto, ¿entendiste? Yo te voy a ayudar; pero antes necesito que me ayudes tú a mí y que te calmes —le dijo—. Debes estar tranquilo para que podamos hacer nuestro trabajo.

El chico dejó de gritar y la miró con el temblor de su cuerpo desatado por lo grave de sus lesiones. Su rostro se mostraba pálido como el de un espectro y el sudor caía a través de su frente por medio de grandes y gruesos goterones. Fue allí, cuando Sam no pudo evitar notar el increíble parecido que este joven ostentaba con sus hermanos. Su cabello era rubio, tanto así, como el color del sol y lo que más la impactó, fue descubrir el aterrorizado tono almendrado que se proyectaba de sus ojos, justo igual a los de Dany. Esto la horrorizó al punto, de que un sudor frío la bañó de pies a cabeza.

Sam estaba consciente de que su pequeño hermano tendría que estar en casa en ese preciso momento; aún era demasiado joven como para imaginarlo, si quiera, brindando servicio. Pero no pudo evitar relacionarlo con aquel chico y entonces, sintió desvanecerse en un gran agujero negro; mas tomándose de la pared mientras respiraba hondo y de forma constante, se obligó a sí misma a reponerse.

Ellos no tenían derecho alguno a sentirse indispuestos, tampoco fuera de servicio. No mientras hubiese alguien necesitando de sus conocimientos. El personal médico, ya de por sí, no daba a vasto con la cantidad de heridos que se mantenían ingresando; por lo que continuó en pie de guerra, aún y cuando el desgaste de su cuerpo la hizo sentir que estaba a punto de colapsar. Prosiguió con su labor a pesar de la inhumana cantidad de horas que llevaba sin descansar y cuando, por fin, los colores del alba comenzaban a rayar sobre los ecos de aquella tragedia. Sam se vio a sí misma tirada sobre el piso, como lo hacían también muchos de sus compañeros. Se refugió en una de las orillas de los pasillos, pues no había ningún otro lugar en donde pudiese descansar. Giró su cuerpo hacia la pared, sobre el frío pavimento y se privó, entonces, de todo aquel trajín que aún continuaba yendo y viniendo sobre ella.

Esa noche, bajo su intervención, perdió a muchos. Todos eran tan jóvenes y con un largo futuro por delante. De seguro que tenían anhelos y esperanzas. Sueños y aspiraciones que quedaron truncados, allí mismo, delante de ella. Eso la invadió de una profunda tristeza y por eso no quiso saber nada más, al menos, por el par de horas que duró su descanso.

—Kendall…¡Arriba! —Escuchó decir a una de sus colegas, mientras sentía como ésta la sacudía con fuerza por el hombro—. Dame tu lugar, necesito dormir algo, si no colapsaré ahora mismo.

Sam no lo pensó dos veces para incorporarse del suelo y cederle la orilla del pasillo a su compañera. Ya le llegaría, una vez más, la oportunidad de poder descansar.

Comió cualquier cosa que se le puso por el frente y se integró de nuevo a las labores, aún faltaba mucho por hacer. Porque si bien la muerte había descubierto ante ella la desazón de la impotencia del ser humano y de los límites de la ciencia; Sam también hubo de reconocer que esa noche se habían salvado más vidas de las que se perdieron y por eso mismo no tenía derecho a bajar la guardia.

Al final de un par de horas más, cuando la situación por fin se sostuvo bajo control y la claridad de la mañana gobernó sobre una lúgubre experiencia; Sam se vio aún en medio de la sala de emergencias, ayudando a levantar y a limpiar todo el desastre que había quedado en su propia zona de guerra y aunque esto no formaba parte de sus funciones, todos por igual cooperaban sin importar el rango o la profesión que desempeñasen.

El elevado número de bajas creó una atmósfera circundante de pena y dolor; sobre todo porque ahora comenzaba la penosa labor de comenzar a clasificar los cuerpos en estatus, nombres, apellidos, rangos, edades, géneros y todo aquello que, en cierta forma, los llevaba a involucrarse más allá de lo que la indiferencia de un cuerpo sin reconocimiento pudiese producir en ellos. Pero, precisamente, para eso habían sido formados; para ver y soportar la agonía y la desgracia de otros sin que esto los redujera en sus capacidades de función.




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