Torbellino: El Vuelo de la Mariposa (volumen 3)

Capítulo 27

Richard titubeó por un segundo, sin lograr decidirse si hacerlo o no. Al final y en medio de un apocado suspiro tomó la decisión. Bajó un poco la cremallera de su uniforme e introdujo la mano dentro de su camisa.

Envuelta en papel seda de color blanco, sacó la rosa más apabullada, maltrecha y lastimada que Sam hubiese visto en la vida entera. Era una rosa roja que se encontraba por completo aplastada y ahora él la tomaba y la ponía frente a ella, depositándola en sus manos con el resto de los pétalos que se habían caído, ya marchitos, junto a ésta.

 —Cuando la compré te aseguro que estaba en perfecto estado —trató de justificarse mostrándose muy apenado frente a Sam—. Era hermosa y fresca, amor. Las gotas de agua aún se deslizaban entre sus pétalos. Tenía planeado dártela; pero no pude —le dijo fijando la mirada sobre ella—. Lo siento, la llevé junto a mi pecho todo este tiempo para poder dártela en cuanto pudiese hablar contigo; por eso está en ese estado. Yooo… creo que no le hizo muy bien haber permanecido en medio de todo el percance…¿Sam? —Pronunció Richard al cabo de unos pocos segundos. Se preocupó al ver que ella no respondía, tampoco reaccionaba a ninguna de sus palabras—. No la mires así. No con tanta tristeza, por favor. Te prometo que, en cuanto pueda salir de la base, te compraré un ramo entero de rosas rojas tan frescas y hermosas como tú.

Él desconocía que no era la tristeza el sentimiento que embargaba a Sam en ese momento. Mucho menos el deseo de poseer un ramo entero de todas aquellas bellezas prometidas ahora por él. Lo que la abrumaba era el significado que ahora mismo adquiría esta desafortunada flor para ella; envuelta, por sus propias manos, en un delicado pañuelo blanco rodeado de encajes. Pues la llevó hasta su pecho y la arrinconó en contra de su corazón, mientras cerraba los ojos pensando que ni la rosa más hermosa del mundo, traída del mismo paraíso del edén, podría compararse jamás con el valor de su marchita apariencia; porque él la había retenido todo ese tiempo junto a su corazón, esperando sólo por ella.

Ahora esa rosa marchita, envuelta en aquel fino pañuelo, pasaría a formar parte de los tesoros y de todos los recuerdos que una vieja caja de zapatos, decorada con mucho ingenio, guardaría de allí en adelante para ella. 

—Te ves tan bonita como cuando duermes —pronunció Richard propiciando el despertar de sus ojos. Su mano acariciaba el desorden de sus cabellos mientras la miraba soñar despierta—. La noche anterior parecías un ángel en medio de tu descanso. No me atreví a despertarte —le dijo, consiguiendo que los ojos de Sam terminaran por expandirse en medio de su asombro—. Tuve que reportarme mucho antes del amanecer y quise llevarme el recuerdo de tu imagen dentro de mi cabeza. Siento mucho lo de la rosa, mi amor; yo te prometo que…

Mas Richard no consiguió terminar de hablar, porque los brazos de Sam se arrojaron sobre él, adueñándose del vigor de su cuello y fue allí cuando ella se dio cuenta de que nunca más le dejaría marcharse de su lado.

La unión de sus labios selló el pacto de amor entre los dos y la devoción que sentirían el uno por el otro de allí en adelante. Permanecerían siempre juntos desde ese día; siendo los dos como uno solo y sosteniéndose de forma mutua en el infinito querer que los caracterizara desde ese preciso momento. La familia con la que ninguno de los dos contaba allí, en ese lugar de muerte. Convirtiéndose ella en la vida misma para Richard y él, en el aire puro que tanto necesitaba Sam para poder respirar. Un mundo donde no había cabida para nadie más que no fuesen ellos dos. Un lugar en donde el dolor y la derrota no podría causar mayores estragos, más que los que ellos mismos se permitiesen afrontar sin el calor de su presencia, sin el apoyo del otro.

En síntesis, el tan ansiado rayo de sol que tanto necesitaban ambos y el cual llegó para iluminar, por entero, el valle de sus vidas.

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