Sam pasó toda una interminable semana sin obtener noticias de Richard. Sin aviso alguno que calmase la creciente desesperación que se adueñaba cada vez más y más de ella. Ni siquiera sabía si él aún continuaba con vida. Una experiencia primera que fue todo un suplicio para la resistencia de su joven corazón enamorado.
No fue, sino, hasta aquella noche y en la que Lorie no dejaba de mirar, a cada segundo, hacia las afueras del hospital, que el consuelo llegó de forma inesperada. La doctora Sullivan pasó más de dos horas seguidas asegurándose de que él aún continuase allí y por eso cada vez que las puertas de la entrada principal se abrían, de par en par, detenía sus labores y sonreía, pues se percataba de que él no se había movido de su lugar.
Para esas fechas ya Sam comenzaba a realizar sus primeras incursiones dentro de los quirófanos y desaparecía de la vista de su amiga hasta por jornadas completas de labor. La intensa preparación que estaba recibiendo fue de mucha ayuda para apaciguar las interminables horas de espera.
Poco tiempo después del último vistazo, Lorie por fin la vio asomar la nariz por los pasillos de la sala de emergencias; así que se apresuró a llegar hasta ella y tomándola por el brazo, sin aviso alguno, la arrastró hasta la recepción.
—¿Y a ti qué te pasa? —Preguntó Sam por medio de una intrigada sonrisa.
—¿Qué me pasa? —Pronunció Lorie—. Eso es lo que me pasa —le dijo señalando las puertas de la entrada con los movimientos de su cabeza—. Creo que alguien vino a buscarte, cariño. Tiene más de dos horas de estar allí y no se ha movido ni un milímetro de su lugar —Sam se congeló de cuerpo entero—; pero, ¿qué estás esperando, niña? —La sacudió Lorie con sus palabras y por medio de leves empujoncitos, la puso a caminar, de una, en dirección a la entrada—. Ve, apresúrate; que ese pobre hombre se va a convertir en piedra si continúa allí.
Conforme se fue acercando a la entrada, los pasos de Sam se hacían cada vez más ligeros y cuando el continuo trajín, de idas y venidas, puso por fin las puertas de par en par, ella misma lo descubrió con la mirada. Lo halló sentado sobre un muro improvisado de rocas y con la espalda apoyada contra una columna de concreto. Su vista se mostraba perdida hacia el frente, como si estuviese inmerso en medio de muchos pensamientos.
—¡Richard! —Pronunció Sam de inmediato y lo sacó, allí mismo, de su retraído semblante. Lo vio ponerse en pie; propiciando de ella que dejase atrás los apresurados pasos y se echara a correr con desespero. No se detuvo hasta que cruzó las puertas y se encontró de frente con los brazos abiertos que la recibieron de cuerpo entero elevándola por los aires—. ¡Mi amor! —desperdigó Sam a los cuatro vientos y se aferró a su cuello del mismo modo en el que éste se adueñaba, ahora mismo, de su silueta—. Mi amor, mi amor —continuaba repitiendo ella. Sus piernas se enredaron alrededor de sus caderas como si fuesen un par de tenazas y los besos comenzaron a mezclarse con sus continuas declaraciones de amor. Sin importarles los cuchicheos, las risas de burla o las miradas maliciosas que se dejaban depositar sobre ellos—. Gracias a Dios que estás bien. Te amo…te amo…te amo — permaneció ella sobre el rostro de Richard con uno y otro y otro beso puesto sobre sus desesperos.
Él no hacía otra cosa que sonreír y continuaba aprisionándola con la fuerza de su cuerpo; mientras recibía de ella todo aquello que tanto necesitaba, que tanto añoraba. Sólo así podría restablecer la calma de su interior, debido a los eventos recién vividos. Horrores que siempre se aseguraría de guardar sólo para él.
—Entonces…—pronunció Richard, separando de ella el rostro a tan sólo unos pocos centímetros de sus labios—, eso quiere decir que…¿me extrañaste aunque sea un poco?
—¿Un poco? No, mi amor. Yo te extrañé mucho…mucho…mucho —Comenzó a repetir ella de nuevo y con cada “mucho” que pronunciaba, le asignaba un beso sobre la nariz, otro sobre la frente, uno más sobre los ojos, otro más sobre las mejillas y sobre todo aquel lugar que reflejase el regocijo sobre el rostro de su amor, debido a la locura en las reacciones de ella—. Nunca antes el tiempo se había detenido de esta forma tan tortuosa para mí. Me hiciste mucha falta.
—Y tú a mí —pronunció él uniendo sus labios a los de ella.
—Debes estar muy cansado. Ve a casa —le dijo Sam. Como así se referían ambos, ahora, a la vieja barraca que conformaba su clandestino nido de amor—. Yo llegaré muy pronto.
—Olvídalo —respondió él enseguida—, yo no me muevo de aquí hasta verte salir por esas puertas.
Y en efecto que así lo hizo; porque Richard permaneció apostado frente a la entrada del hospital hasta que, tomado de la mano de ella, ambos salieron de aquel lugar y se dirigieron juntos al lugar de su descanso.
De ahí en adelante, Lorie lo observaba esperar pacientemente en las afueras del hospital. Siendo testigo de cómo el afamado Capitán Crowe, dejaba de lado la rudeza de sus funciones y se sentaba a esperar, como si fuese un manso corderito, todo el tiempo que fuese necesario por ella. Y aunque las guardias de Sam, la mayoría de las veces, se extendían más de lo debido, éste no se movía de allí hasta asegurarse de poder tenerla, una vez más, junto a él.
Él nunca se lo dijo a ella; pero, anticipando cualquier tipo de desgracia, Richard siempre pensó que cualquiera de aquellas podría ser la última vez en la que se le permitiese estar cerca de su amor. Debido al carácter contingente de su profesión y por el peligro que acechaba siempre alrededor de sus alas, en cuanto tomaba su caza y se elevaba por los aires, con el único fin de cumplir con las órdenes impuestas por sus superiores.
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Editado: 24.05.2022