Torbellino: El Vuelo de la Mariposa (volumen 3)

Capítulo 32

Una de las primeras cosas que hizo el General, en cuanto comenzó a hablar con Sam, fue el cerciorarse de si la chica no tenía ningún problema para procrear.

El rostro de Richard se cubrió de tantos colores como el camuflaje mismo de un camaleón. Adquirió primero el reflejo pálido de un terrible asombro, seguido de un rojo furia que lo hizo interponerse frente a ella y en contra de su padre; para luego quedar con el rostro de un color verde enfermizo, debido a la descomposición que sintió en cuanto escuchó al General soltando semejante bestialidad en contra de ella.

Sin embargo, tal desfachatez y atrevimiento, por parte del osado oficial, no provocó otra cosa en Sam más que un jocoso ataque de risa. Se sostuvo del cuerpo de Richard y hundió el rostro en su espalda, ahogada en las carcajadas que pusieron en serios aprietos las reacciones de su novio; porque Richard no sabía si echarse a reír junto con ella o dirigirse, de una, en contra de su padre con toda su indignación.

Al final fue ella quien impuso la tregua y saliendo de su escondite, simplemente tomó aire y miró a los ojos al imprudente caballero.

—No se preocupe, señor —le dijo aún con los vestigios de sus burlas—. Que mi sistema reproductivo se encuentra en perfecto estado. Así que puede usted estar tranquilo.

—Muy bien —pronunció el General delante de ellos, tan inamovible en sus procederes como los mismos gestos que le representaban—. Aclarado el punto más relevante —les dijo—, de una vez les advierto que no aceptaré menos de tres nietos varones, ¿entendiste, jovencita?

La mirada de Sam se elevó muy precavida hasta llegar a Richard y el sofoco de su rostro anunciaba una nueva explosión de risotadas.

—Creo que tenemos mucho trabajo por delante —le anunció de inmediato a su amor. Provocando, más bien, que fuese el mismo Richard quien, barriéndose la cara con la ayuda de una sola mano, no aguantase más y estallara en carcajadas seguido por ella. 

No obstante, al General lo tenían sin cuidado las reacciones que generaban sus serias advertencias sobre este par de tontos; porque enfocando sus preocupaciones en el por qué del que ella aún no llevase un anillo de compromiso puesto en el dedo, tomó a su hijo por el hombro y lo arrastró hasta las afueras de la vieja barraca.

Emitió, allí mismo, una orden sobre el Capitán. Como si aquello fuese un asunto de sumo interés nacional y le indicó que lo quería ver, cuanto antes, comprometido con esa joven. Además, le aclaró que el matrimonio debía llevarse a cabo, a lo sumo, dentro de un par de meses.

—¿Entendiste, muchacho? —Terminó de decir el General, dejándose ir sobre Richard por medio de severos pronunciares; pues éste lo único que quería era que ellos contasen con el tiempo suficiente y así poder sostener a su primer nieto, entre los brazos, a más tardar dentro de un año; ya que ese era su inmediato deseo.

Richard no pudo hacer otra cosa que confrontar la mirada de su padre con amplios deseos de poder embalarlo, cargarlo en el primer vuelo que se le pusiese por el frente y enviarlo al fin del mundo, para más nunca volver a saber de él. No así, la condescendencia de haber decidido, por cuenta propia y con anterioridad, pedirle matrimonio a Sam; permitió que, en lugar de llevar a cabo aquellos ansiados planes, éste le sonriese con amabilidad y con manifiestos deseos de complacencia. Porque tomando al General por el brazo, Richard se aseguró de alejarse junto a su padre un poco más allá del espacio en el que se encontraban, para que así ella no pudiese alcanzar a escucharlos. Introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó una fina cajita de cristal, contenida de la costosa roca que pensaba poner muy pronto en el dedo de su amor.

En un par de semanas ellos cumplirían dos años de estar juntos y le confió a su papá cómo el año anterior y para su primer aniversario, se las había ingeniado para sorprenderla con una deliciosa cena; la cual mandó a preparar especialmente para ella. La agasajó con velas, vino y pétalos de rosas esparcidos sobre una sencilla mesa que él mismo se encargó de sustraer de los comedores y la recibió “en casa”, con un hermoso ramo de rosas rojas entre las manos. Luego de cenar, se acercó hasta ella y tomó su larga cabellera haciéndola a un lado; entonces prendió, en los lóbulos de sus orejas, los hermosos pendientes de oro, en forma de lágrima, que había escogido con la ayuda de Lorie. Los mandó a traer desde muy lejos sólo para su amor y como era más que obvio que ella no los podría lucir en aquel lugar, éstos permanecieron de allí en adelante guardados en su caja de recuerdos.

Ahora, continuaba Richard comentando en voz baja junto a su padre, él intentaría reproducir una vez más aquella encantadora velada sólo para ella; pues recordó que fue un momento muy especial para los dos. Con la única diferencia de que, aparte de la mágica ocasión, también presentaría delante de su amor el anillo junto a la tan ansiada pregunta. No sólo celebrarían el poder estar un año más juntos; sino que se prometerían, el uno al otro, por siempre y para siempre. Sellando aquel anillo la promesa de su amor eterno.




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