Torbellino: El Vuelo de la Mariposa (volumen 3)

Capítulo 41

—De todos modos, será cuestión de unas pocas horas para poder llegar hasta ti, mi amor —le dijo Richard a la mañana siguiente.

Ambos se despedían en la pista de vuelo. El lugar al cual ella estaba siendo enviada, era una posición provisional; sólo mientras el General agilizaba los trámites y la podían sacar de allí, enviándola a casa cuanto antes. Era una pequeña base aérea, la cual fungía, más bien, como un área de mantenimiento y de reabastecimiento para las aeronaves que sobrevolaban por el lugar. Si no podían reabastecerse en el aire, descendían y cargaban sus tanques, una vez más, de combustible. Solucionaban cualquier desperfecto o cualquier problema que les impidiese continuar con su trayecto y se elevaban de nuevo por los aires cumpliendo con sus órdenes. Richard mismo se había servido de aquella localización, en múltiples ocasiones, para salir de sus apuros. Era un área muy remota y bastante desolada. Una diminuta isla al oeste de su ubicación actual y a la que únicamente se podía acceder por vía aérea o marítima. No sería lo mismo que si ella se encontrase ya en la seguridad de su hogar; pero, al menos y por ahora, Richard pensaba que esto era suficiente, a sabiendas de que aquella base no era un punto de gran estrategia militar como para que ella o su hijo corriesen peligro.

—Ya sabes —le dijo besándola de nuevo en los labios—, no salgas de la base, mi amor, por favor. Mira que te lo estoy pidiendo de forma explícita. No te pongas en riesgo, ya todo está predispuesto para que te reciban.

—¿Cuándo debes partir? —Preguntó ella con un nudo atado a la garganta.

Sam sabía que él muy pronto sería llamado y que entraría en servicio activo de los continuos despliegues que pondrían en riesgo su vida. Eso la tenía aterrorizada. El ataque a las instalaciones en donde, ahora mismo, se encontraban era un hecho inminente.

Por más que Richard intentase minimizar los riesgos, delante de ella, Sam sabía que aquello no era verdad. No en vano habían sido lanzadas todas aquellas profecías por parte de Lorie varios años atrás. El traslado de los nuevos oficiales era una clara señal de que la base en la que se hallaban, se convertiría en un punto estratégico y activo de acciones militares. Por supuesto que ellos estaban en los radares y en la mira de los atentados antes mencionados por él y para muestra de sus suposiciones, la desesperación de Richard por sacarla de allí cuanto antes, asegurándose de ponerla a salvo.

—Aún no he recibido mis órdenes —le contestó él sonriendo, intentando mostrar ante su amor una aparente normalidad—. Tú no te preocupes por eso —le dijo acomodando un pequeño mechón de cabello rubio detrás de su oreja—. Enfócate sólo en descansar y en cuidar de este pequeñito —mencionó Richard y llevando la mano hasta el vientre de Sam, se inclinó y le dio un beso a su hijo, otro más sobre los labios de ella y los envió lejos de él, en donde nada ni nadie pudiese hacerles daño.

 

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Luego de haber permanecido dos días en el destierro, sin tener noticia alguna de él y sin poder, ella misma, comunicarse con nadie en el exterior. Sam se paseaba de un lado al otro del minúsculo cubículo al que había sido asignada, soportando un infernal calor que la hacía sentir más embarazada e irritable que nunca. Pensaba que en cualquier momento podría perder la cordura.

Aquel arcaico lugar no era ni remotamente parecido a las rústicas, pero modernas instalaciones en las cuales ella se desenvolviese por tantos años. Esto sumado al hecho de que allí no estaba autorizada para ejercer su profesión. De todos modos, el movimiento que se daba en el pequeño hospital era casi que nulo; así que sus servicios como médico no eran requeridos, en absoluto.

En ese lejano lugar, olvidado por Dios y por el resto del mundo, Sam no era más que una simple mujer embarazada; la cual pasaba las largas horas que tenía el día, sosteniendo su licencia de maternidad entre las manos; mientras acababa, de forma compulsiva, con las uñas de sus dedos. Haciendo eco de la poca paciencia que toda una vida la había caracterizado.

En cuanto el sol comenzó a ocultarse, en medio de las tortuosas maquinaciones que ponían fin a la segunda tarde de su estadía en aquel horrible lugar, se mostró llena de ocio e incertidumbre y entonces, se dio cuenta de que, por más que lo intentase, no podría dejar de pensar en Richard ni en lo que estaría sucediendo, en ese preciso instante, en sus antiguas instalaciones. Su mente no dejaba de suponer hechos violentos, impregnados por el color de la muerte y su corazón afligido y desesperado, lloraba y clamaba de forma incesante por él. Rogando que, por favor, el cielo se compadeciera de ella y lo trajese de vuelta a su lado. Pero tal cosa no sucedió y por eso, llegado un determinado momento, Sam no lo soportó más y se aventuró a salir del pequeño dormitorio; pues decidió que lo mejor sería dar un breve paseo por las afueras de las viejas instalaciones y así intentar calmar un poco sus nervios.

Inició la caminata con su mente aún envuelta en la tragedia y en el horror. Y Cuando se dio cuenta se había alejado, más de lo debido, del área gris. Fue allí cuando descubrió, con el asombro de una persona que se ha visto privada por largos años de la libertad y de los colores de la naturaleza, la gran zona verde por la que ahora mismo se miraba rodeada. Advirtió con gran placer los robustos y frondosos árboles que se elevaban, muy por lo alto, otorgando una deliciosa sensación de frescura al agobio de su vientre preñado. La brisa que corría con el bullicio de la libertad entre sus copas, alcanzó a envolver su cuerpo aliviando con rapidez su sofoco.




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