De pie y frente al enorme ventanal, el cual rodea casi la mitad del piso que abarca su inmensa oficina, se encuentra Jim. Permanece en silencio, mirando el azul del cielo que surca los elevados niveles de sus dominios. Su saco de pronto se eleva y vuela hacia atrás, al tiempo que sus manos se posan con toda la seriedad del caso sobre su cintura.
Lo primero que Sam notó en cuanto entró a la oficina fue como su papá aflojaba el nudo de su corbata y desabrochaba el botón del cuello de su camisa. Por si acaso se mantiene lo más cercana posible a la puerta. No por temor a él, pues nunca ha sabido lo que es temerle más que en el buen sentido del respeto que tanto se merece, sino porque quizás no soporte la presión y simplemente decida marcharse.
Continúa mirándolo a varios pasos de distancia en forma expectante; sintiendo como el incómodo silencio gana cada vez más terreno entre los dos. Así que decide que lo mejor será tomar la iniciativa. Se arriesga y lanzándose al ruedo, es la primera en hablar.
—Papá...papá, lo siento —tiemblan las palabras de Sam en un tímido pronunciar. El hielo se rompe en espera de lo peor, aguardando por la reacción natural que conlleva el poner en marcha las fuerzas de una acción. Sin embargo, Sam jamás se esperó que después de tantos años, las primeras palabras de su padre hacia ella fueran a ser tan desconcertantes.
—¿Te encuentras bien? —Es lo único que le escucha articular. De inmediato advierte que su voz es más ronca, quizás un tono más grave del que ella pudiese recordar, mas pasiva como el alivio de un bálsamo sobre el ardor de la herida. Porque al instante se da cuenta de que no hay reclamos en su pronunciar; tampoco reproches, ni el agobio de un interrogatorio en el interés de sus motivos. Tan sólo el asegurarse del que su hija esté regresando a él sana y salva.
Sam lo mira sin saber cómo responder. La verdad es que por ahora concentra todas las energías en desviar los pensamientos de los malos recuerdos. Acuden a ella sin poder evitarlo a raíz de esa pregunta, así que opta mejor por prestar toda su atención al paso del tiempo. Ya que, en aquel entonces y cuando ella se fue, su papá ni siquiera contaba con cuarenta años. Ahora lo mira y descubre a todo un señor de renombre frente a su insignificancia. Un galante caballero que devela disimulados mechones blancos infiltrados en la espesura de los rayos del sol. Advirtió que hay algunas líneas de expresión en ojos y frente que antes no solían estar allí; pero que piensa, no hacen otra cosa, sino reforzar la entereza de su autoridad. Y aunque casi no se nota, una pequeña barriga se asoma en lo que antes fuera una figura esbelta y totalmente estilizada.
No obstante, a sus cincuenta años, Sam ve que su papá aún conserva toda la fuerza y el vigor con el que alguna vez la protegió. La misma dulzura y el cariño por el que se vio rodeada en el transcurso de todos aquellos años. Por eso, en cuanto ella contesta: —Sí, señor, estoy bien. Jim no hace otra cosa que liberar la presión acumulada dentro de su pecho por medio de un sutil resoplido y con el cual se permite girar, por fin, hacia ella.
— Ven...ven aquí, mi pequeña ―Le exhorta extendiéndole los brazos. Mil años podrían pasar y aun así todo el amor y la devoción que este imponente hombre siente por sus hijos, permanecerían siempre así, intactos. Listo y preparado para envolverlos entre sus brazos cada vez que ellos lo llegasen a necesitar.
Sam no lo piensa dos veces, enseguida se lanza al abrazo propiciado por su padre y el sofoco de su rostro se hunde desconsolado en la elegancia de su traje.
—Lo siento…lo siento tanto, papá —reiteran sus continuos lloriqueos, una y otra vez—. Por favor, perdóname, lo siento...
—Está bien, todo está bien, tranquila —responde Jim envolviéndola con más ternura aún. Toma la asfixiada expresión de su hija y la eleva entre sus manos—. Lo importante es que ya estás aquí, ya estás de vuelta en casa ―Besa su frente y la abraza de nuevo. Se puede apreciar, aunque ella no lo advierta, como una plegaria silenciosa es elevada al cielo. De seguro dando las gracias porque su niña le haya sido devuelta sin un solo rasguño depositado en su haber. O, al menos, eso es lo que la ignorancia de Jim determina en cuanto realiza un veloz escrutinio sobre el estado físico de su hija.
Sin embargo, para Sam, la necesidad de un consuelo por todas las tribulaciones pasadas, callan delante de su padre. Ya bastante sufrimiento le ha causado como para demandar aún más de lo que está recibiendo. Jamás, ni es sus mejores suposiciones esperó una bienvenida así...no como ésta. Siempre apostó a la condescendencia de su padre, pero nunca algo así. Además, no necesita hablarle de los horrores afrontados en el ayer. No tiene que decirle nada. Él la está confortando ya, con su sola presencia.
Mientras tanto, en las afueras del pasillo, las puertas del Olimpo se abren una vez más y un dios griego de cabello rubio, alto, apuesto y con una figura erguida distinguiendo el gran poderío de su porte, ingresa a un paso firme y muy seguro de sí mismo. La exclusividad del elegante traje negro que lo atavía ayuda a infundir temor, admiración y respeto. Por eso todos a su paso se aseguran de brindarle un fuerte y respetuoso saludo de bienvenida.
—Buenas tardes, sr. Kendall ―Se oye el eco en las diferentes estaciones; entre tanto que le miran caminar hasta llegar al escritorio de la srita. Kristen. Su oficina yace del otro lado, frente a la de su padre, abarcando la otra mitad del último piso. Su abrigo y portafolio ya descansan en sus respectivos lugares e incluso, antes de lograr emitir palabra alguna, su secretaria ya ha puesto en su mano un wisky doble en las rocas. Como el señor lo acostumbra tomar después del almuerzo.
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Editado: 12.05.2024