Torbellino : La Sombra de un Pasado (volumen1 y 2 )

Capítulo 30

—¿David?

Sam ingresa a la cocina en busca de David; pero por más que observa los alrededores no logra dar con él. Si se marchó, la verdad es que agradece que así sea. Ahora no se encuentra de ánimos para proseguir aguantando sus continuas grescas. Además, las neuronas encargadas de ponerla en estado de alerta fueron ahogadas la noche anterior en un mar de alcohol. Le es imposible llevar a cabo la formulación de posibles hipótesis acerca de las intenciones del bravío hombre que vive ahora junto a ella. O más bien, del hombre que ella todavía obliga a estar a su lado. Ya que en cuanto deje de vomitar y logre sacar la cabeza del fregadero, subirá de nuevo y guardará toda la ropa de David en el armario.

—Ay, Dios, mi cabeza —menciona sujetándose los cabellos para no llenarlos con su vómito. Arrastra los pies y revuelve el cajón de los medicamentos. Necesita con urgencia un par de analgésicos antes de que su cerebro estalle y la cocina de los Oliver termine hecha un desastre, justo igual a la de sus padres. Con la única diferencia de que, en lugar de los colores navideños siendo esparcidos por doquier, serán sus sesos los que adornen las paredes. Revuelve un poco más el cajón y saca del fondo un vendaje para envolver la herida de su mano.

Había olvidado lo horrible que se siente el golpe de una buena resaca después del amanecer. ¿Qué dirían sus padres si algún día llegasen a verla en semejante estado? No, no quiere ni pensarlo. De seguro los mataría de un disgusto. Ya de por sí que no le ha faltado mucho para lograrlo. Alexandra no toleraría un escándalo más por parte de ella.

—Nana, necesito de nana ahora mismo —masculla Sam engullendo ambas píldoras sin molestarse en beber agua. El niño aún se encuentra indispuesto, pues continúa enfermito. Llora mucho y ella no se siente en condiciones de atenderlo como se debe, así que toma el teléfono y llama a la noble mujer para que corra en su auxilio.

Y mientras nana se encuentra al lado de Ben dándole a comer pequeños bocaditos de gelatina. Sam se ubica en la habitación principal, intentando anular todo el desastre ocurrido allí la noche anterior. Un amplio camino de vasta humedad se abre paso a través de la alfombra hasta llegar a la cama. Anoche ambos salieron destilando agua de la tina y por eso se apresura a apoyarse sobre las cuatro extremidades, se adueña de una toalla y con la ayuda de ésta, comienza absorber toda la humedad posible. Se arrastra luego de un lado al otro y en la misma postura levantando toallas, ropa y más desorden disperso por todo el suelo. Lo acumula en un pequeño montículo que después es depositado en un cesto de mimbre; el cual, dentro de poco, será llevado al cuarto de lavado.

No así, primero lo primero, piensa Sam y poniéndose en pie, se detiene a mirar las maletas que todavía se encuentran sobre la cama y la ropa de David que aún permanece desordenada sobre la superficie de ésta. Es claro que se dio allí un pequeño revolcón de prendas por parte de él esta mañana. Algunas cayeron sobre la alfombra; así que, sin perder más el tiempo, Sam las levanta y comienza la paciente labor de guardar camisa por camisa, pantalón por pantalón, suéter por suéter y cuanta indumentaria él tomó con el único fin de empacar y salir de la vida de ella para siempre.

—No, tú no te irás de aquí —permanece repitiendo Sam con cada uno de sus movimientos y se adueña, entonces, de la fina y elegante camisa de vestir, en color blanco, que ella misma le obsequió hace poco menos de un mes para su último cumpleaños. El cumpleaños número treinta de David y en el que Sam se dejó decir, entre sonrisas llenas de bufonería, que ahora que ambos tenían la misma edad, ya no tendría por qué sentirse tan abochornada de estar al lado de un chiquillo veinteañero. David casi muere de la risa al escuchar a Sam decir tal tontería; pero a pesar de sus modos, ella hablaba muy en serio. Había, al menos, un par de meses en el año en el que ambos ostentaban la misma edad y aunque no faltaba mucho tiempo para su próximo cumpleaños, Sam se sentía más conforme sabiendo que, por lo menos ahora, los dos navegaban en las mismas aguas, los famosos treintas. “No se es muy joven como para ser subestimado; tampoco muy viejo como para ser desestimado”. La década perfecta de sus vidas y se supone que la viviría al lado de él y ahora…ahora ya no sabe qué es lo que sucederá. Por eso continúa sosteniendo la camisa sucia entre las manos y por eso mismo la mira con vehemencia mientras se la lleva hasta el rostro. Ahora que ni siquiera puede acercarse a él, al menos…al menos se conforma con el aroma tan varonil que guardan sus prendas. Fue la misma camisa que utilizó el día de ayer, la que presenció todo el desastre en casa de sus padres. Ni siquiera pensó en lavarla, David simplemente hundió todas sus pertenencias en la maleta con la idea de salir de allí cuanto antes. Sam no sabe si algún día podrá volver a estar entre sus brazos, por lo que decide que esta prenda no se irá al cesto de mimbre, sino que la guarda en el fondo del cajón de su cómoda. De este modo continúa y no se detiene hasta que el último calcetín de David, ocupe su debido lugar en la que es su casa…su hogar. No de ella, nunca de ella…Eso jamás.

Sintiéndose más satisfecha se sienta al borde de la cama y mira imperar el orden, una vez más, en la antigua habitación de los señores O`. Si los padres de David quienes, ahora mismo, se encuentran del otro lado, en el valle de los espíritus. Si éstos hubiesen sido testigos de lo que ocurrió allí la noche anterior…«¡Oh, por Dios!».  Piensa Sam mientras se sostiene la cabeza con ambas manos. Si la madre de éste tan sólo supiese el desastre que ahora tiene por nuera. Sam se deja caer de espaldas sobre la cama, porque si alguna vez la señora O` hubiese vislumbrado que ella sería…que ella estaría allí en ese mismo instante, siendo la dueña de todo lo que antes era suyo. Siendo la causante de todo el caos que cayó sobre ellos, sobre su hijo consentido, sobre sus dos pequeños nietos. De seguro que la habría enviado a la tumba antes de tiempo y por ello cruza los brazos sobre su rostro dejando salir, allí mismo, un amplio bufido de desesperación.




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