«Esto es increíble».
Ahora entiende por qué ella le insistió tanto…O más bien, prácticamente le ordenó que la envolviese y se la entregase para asumir su custodia.
La caja de música de su madre yace ahora mismo entre las manos de David y la mirada se le llena de recriminaciones mientras se vuelve, una vez más, en contra de ella. Porque inclinándose sobre el cuerpo de Sam y bajando luego hasta su nivel, la sacude con fuerza por el brazo.
—¡¿Y cómo piensas que se la voy a entregar?! —Le grita e impulsándose hacia arriba, la arrastra junto con él hasta incorporarse—. ¡Despierta! —Ordena al desvergonzado rostro de ebria que se encuentra frente a él y sacudiéndola con más fuerza todavía, la obliga a abrir los ojos.
—¿Qué? —Arrastra la borracha. Permanece de pie tan sólo gracias a la sujeción de David. De otro modo ya se habría desvanecido de nuevo junto a sus pies.
—¡¿Cómo piensas que le voy a dar a mi hija el regalo de mi madre?! —Continúa David colmado de indignación—. Si ella debe detestarme todo gracias ¡a ti! ¡A tus miserables mentiras!
—¡Nop!…No,no,no,no —Se deja caer ella sobre el cuerpo de David y tomándose de su cuello con la ayuda de un brazo, eleva el otro hasta posicionar el dedo índice sobre aquellos gestos contraídos. Sobre los labios fruncidos que continúan rechazando su cercanía—. Ya no grites —le dice—. Shhhh…Más bien ven aquí, no seas así. No seas tan enojón….¡Ahsss! No eres más que un gruñón —lanza ésta sobre él y al ver como David continúa volteando el rostro sobre sus intentos, Sam se acerca aún más—. Yo te voy a decir un secreto…Ven…ven —Y lo invita a acercarse a sus susurros con torpes movimientos—, si no te voy a morder…Veeen, David.
Mas la silueta de David se mantiene estática…firme frente a ella, tanto así como la seriedad demarcada sobre su rostro.
—Bueno, si la montaña no va a Mahoma…—trastabilla Sam e impulsándose sobre los pies irrumpe, sin pedir permiso, sobre su oído—. Ella no te odiará a ti —revela bajo la influencia de muchos murmullos cargados de alcohol—…ella, nuestra niña, me odiará a mí, lo prometo. Porque yo me voy a encargar de decirle toda la verdad…¡HIP! —Y volviendo hasta el lugar de sus descomposiciones, intenta sacar la lengua enrollada de su garganta.
Entonces sonidos guturales como los más espantosos lloriqueos, comienzan a salir de ella. Balbuceos de los cuales David ya no logra entender nada. Pero que de igual forma revelan el cuerpo de Sam, de inmediato, en contra de sus manos.
—¡Déjame! —Le grita ésta y permanece berreando frente a él—. Ben, mi pequeño. Yo lo amo…yo lo amo, David. Tú tienes razón, todo esto es por mi culpa. Yo…ya no debo estar aquí…¡ME LARGO! —Pronuncia Sam de un pronto a otro y dando media vuelta se aparta de él mientras cruza una pierna frente a la otra, en completa descoordinación. Y buscando, según ella, la salida se introduce en el armario.
David permanece de pie, con la misma firmeza y con la seriedad que ha procurado sostener hasta el momento. Vislumbrando en silencio toda aquella patética escena y no se deja invadir más, que por el fastidio que se asoma ahora mismo de su rostro. Se arma, entonces, de paciencia y se preocupa por dejar la cajita de música sobre la mesa de la entrada. Camina hasta el armario y como era de esperarse la encuentra allí, sentada de nuevo sobre el piso.
—Tú no estás ebria —menciona inclinándose hasta ella—. Tú estás, por completo, intoxicada y así no puedes estar aquí —le dice tomándola, una vez más, por el brazo—. Ven, vamos. No me puedo arriesgar a que Ben te vea así.
De la misma forma atraviesa junto a ella la puerta y del mismo modo ambos comienzan a descender los escalones de la entrada. Sin un abrigo de por medio, sin una excusa que le impida a él arrastrarla a su lado. Incluso sin llevar éste zapatos o tan siquiera una camisa que lo resguarde del brutal frío o de la fuerte tormenta que se desenvuelve ahora mismo en medio de los dos.
—¿David?
—Cállate, Sam, por favor. No me interesa escucharte más —prorrumpe David encima de sus berreos—. O al menos no hasta que se te pase la borrachera —le dice y continúa halando de ella por el brazo.
—David, ¿a dónde vamos?
—A casa de tus padres —revela él mientras abre la puerta del pasajero de su auto y está por introducirla al asiento, del mismo modo que un custodio somete a su delincuente, cuando siente las aversiones de Sam revolviéndose entre sus manos—. ¡Oye, ¿qué te pasa?! ¡Cálmate! Si yo sólo intento llevarte a un lugar seguro. Aquí no te puedes quedar así, Sam.
Pero al ver como ella continúa intentando librarse de él, a través de insolentes movimientos, David comienza a llenarse de indisposición. No sólo ha incursionado delante de él de la forma en la que lo ha hecho. Pretendiendo, incluso, acercarse al niño en ese estado; sino que ahora también está considerando, dentro de su estúpida y alcoholizada mente, retirarse de allí de la misma forma en que llegó. Poniendo en peligro su propia vida, a sabiendas de que es madre y de que los niños sufrirían en gran manera si la llegasen a perder. Porque viendo como ella se le escapa de las manos para lanzarse por el mismo conducto hasta llegar al asiento del conductor, David se introduce en el auto con el único objetivo de ir tras ella y en cuanto logra sujetarla de la parte trasera del pantalón, retrocede con fuerza arrancando las manos de Sam del volante. Un halón más y le estampa el culo sobre la nieve.
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Editado: 29.05.2024