Anna estaba sentada en una pequeña mesa en su diminuto apartamento en Niza, desplegando frente a ella facturas y extractos bancarios. La lámpara proyectaba un cálido círculo de luz amarilla sobre los papeles que escondían la cruda realidad de su situación financiera.
El alquiler del apartamento: 850 euros al mes. Los servicios públicos: 120 euros. Comida, transporte, teléfono: otros 400 euros. De su salario, le quedaban apenas 150 euros al mes. Para todo lo demás.
Anna tomó la calculadora y, una vez más, sumó la cantidad necesaria para cursar un máster en medicina. La matrícula inicial: 3000 euros. La cuota anual de estudios: 8500 euros. Materiales y equipamiento: otros 1500 euros. En total, para el primer año necesitaba un mínimo de 13,000 euros.
Con sus ahorros actuales, reunir esa suma le llevaría… Volvió a presionar las teclas de la calculadora. Cuatro años. Cuatro años de ahorrar en todo, siempre y cuando no surgiera ningún gasto imprevisto.
Y ya tenía veintiocho años.
—Dios mío —susurró, recostándose en la silla. El sueño de convertirse en médica y ayudar a las personas se alejaba cada vez más.
Anna miró la pared donde colgaba su diploma de enfermera. Una profesión respetable, necesaria. Pero no era lo que había soñado desde niña.
Tras la muerte de sus padres, el dinero solo alcanzó para estudiar en una escuela de enfermería. La universidad era demasiado cara. En ese momento, se prometió a sí misma que sería algo temporal. Trabajaría unos años, ahorraría y continuaría sus estudios.
Pero la vida resultó ser más costosa de lo que esperaba. Cada mes surgían nuevos gastos: reparaciones del coche, tratamientos para un resfriado, regalos para los cumpleaños de sus colegas. Y cuando, un año atrás, se mudó a Niza, tuvo que gastar todos sus ahorros en el traslado y los primeros meses de alquiler.
A veces sentía que estaba atrapada en un círculo vicioso. No tenía suficiente dinero para estudiar. No tenía suficiente formación para ganar más. Un ciclo interminable…
Pero no era solo eso lo que la preocupaba. Había pasado una semana desde su encuentro con aquel misterioso paciente, y aún intentaba olvidar sus ojos oscuros, que la perseguían incluso en sueños. Anna se decía a sí misma que era simple curiosidad profesional; después de todo, él nunca confesó cómo se había herido realmente. Pero en el fondo sabía que no era verdad.
—¡Anna! —Giulia irrumpió en la sala de enfermeras con su habitual energía de dinamo y una sonrisa radiante—. Tienes una visita en recepción.
Anna levantó la vista de las fichas médicas que estaba rellenando.
—¿Una visita? ¿Quién? —Llevaba poco tiempo trabajando allí y, aparte de sus colegas, no tenía conocidos ni, mucho menos, amigos en la ciudad.
—Un elegante señor con un traje caro. Dice que tiene una propuesta para ti —Giulia se sentó en el borde del escritorio, sus ojos castaños brillando de curiosidad—. Parece sacado de la portada de una revista de negocios. O como un mafioso de película.
Algo frío se removió en el pecho de Anna tras aquel comentario, aparentemente inocente, de su colega.
—¿Dio su nombre?
—Señor Contrera. Dice que representa a la familia Vincenzo.
Anna dejó el bolígrafo a un lado.
¿Vincenzo?
¿Entonces su presentimiento no era infundado?
—¿Qué quiere?
—Ofrece un trabajo como enfermera privada. Algo sobre cuidar a un señor mayor en una isla privada —Giulia se inclinó más cerca, bajando la voz—. Anna, el apellido Vincenzo… me suena.
—¿De qué?
—Mi tío trabajó en la policía de Turín antes de jubilarse. Contaba historias… —Giulia miró a su alrededor para asegurarse de que nadie las escuchaba—. Anna, creo que esa familia está relacionada con la mafia…
El corazón de Anna se aceleró. Mafia. Eso explicaba muchas cosas: la herida de cuchillo que Marco había hecho pasar por un accidente, su calma durante un procedimiento doloroso, ese cálculo frío en su mirada.
—Razón de más para rechazar la oferta —dijo, intentando que su voz sonara lo más convincente posible.
—¡Claro! —Giulia asintió—. ¿Quién en su sano juicio aceptaría trabajar para la mafia?
Anna asintió en silencio, pero de todos modos fue a recepción.
Sin embargo, al bajar, su determinación flaqueó un poco. El señor Contrera realmente parecía sacado de una revista: un hombre de mediana edad con cabello canoso, vestido con un traje impecable y modales de la vieja escuela.
—¿Señorita Anna? —Se levantó de la silla e hizo una leve reverencia—. Gracias por tomarse el tiempo de recibirme.
—Señor Contrera —estrechó su mano—. Me han dicho que tiene una oferta de trabajo para mí.
—Así es. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado? Hay un pequeño café al otro lado de la calle…
Quince minutos después, Anna estaba sentada frente a él en una mesa junto a la ventana, sosteniendo una taza de café y escuchando una propuesta que sonaba demasiado buena para ser verdad.
—El señor Vincenzo necesita cuidados profesionales tras un ataque al corazón —explicaba Contrera—. La familia busca una enfermera cualificada que pueda vivir en la isla y proporcionar atención las veinticuatro horas.
—¿En una isla? —preguntó sorprendida.
—Un islote privado cerca de Córcega. Muy pintoresco, completamente aislado, con aire fresco del mar. Ideal para la recuperación y, para usted, un descanso del bullicio de la ciudad —le acercó una carpeta negra con detalles en dorado—. La familia está dispuesta a pagar quince mil euros al mes.
Anna casi se atraganta con el café.
—¿Quince mil?
—Más alojamiento completo, transporte y un bono al finalizar el contrato.
Ella miró las fotografías de la carpeta, que mostraban una lujosa villa rodeada por las aguas azules del Mediterráneo, tratando de encontrar el truco. Ese dinero, en dos o tres meses de trabajo, cubriría por completo su máster, algo para lo que llevaba años ahorrando. Podría obtener su título y, finalmente, conseguir el trabajo con el que siempre había soñado. La oferta, la suma y el momento —justo cuando Anna estaba a punto de rendirse— parecían un cuento de hadas. Si no fuera por un pequeño detalle…
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Editado: 16.12.2025