Cuando Elizzy salió del café con Caleb, la lluvia era tan intensa que parecía que el cielo había decidido lavar todos sus pecados en un solo día.
—Genial… —murmuró ella, mirando el diluvio.
—Tranquila, tengo paraguas. —Caleb lo abrió con un gesto heroico… hasta que el viento lo volteó al revés en menos de dos segundos.
Se miraron.
Se rieron.
Pero la lluvia no paraba.
—Mira, tengo otro en la mochila —dijo él, sacando un paraguas más pequeño, de esos que parecen diseñados para cubrir solo una oreja.
Elizzy arqueó una ceja.
—¿Dos paraguas? ¿Siempre vienes preparado para tormentas apocalípticas?
—No, siempre vengo preparado para impresionar. Claramente está funcionando.
Ella rodó los ojos, pero aceptó.
Caminaron juntos bajo el paraguas en miniatura, pegados hombro con hombro, intentando no chocar cabezas cada dos pasos. Elizzy trataba de pensar algo ingenioso, algo coqueto, algo que no la hiciera sonar como idiota. Y justo cuando abrió la boca…
—… —Un auto pasó por un charco enorme y los empapó hasta la médula.
Elizzy quedó con el maquillaje chorreado, el pelo pegado a la cara y la ropa hecha una desgracia. Caleb, en cambio, se echó a reír como si fuera la mejor escena de su vida.
—¡Esto es destino! —gritó entre carcajadas—. La típica escena romántica bajo la lluvia, pero versión realista: ridícula y húmeda.
—Destrozo es lo que es —respondió ella, apartándose el cabello—. Parecemos ratas que salieron del drenaje.
Él la miró con seriedad fingida.
—Eres la rata más guapa que he visto en mi vida, entonces.
Elizzy se quedó helada… y luego explotó en risa. Una risa fuerte, descontrolada, la que sale cuando ya no queda ni una migaja de dignidad que perder.
Y ahí estaban, empapados, tiritando, con el peor paraguas de la historia… y riéndose como dos locos en medio de la calle.