No planeamos nada grande, sólo una salida entre amigas, esas que empiezan con un “vamos a tomar algo” y terminan con carcajadas que podrían levantar sospechas en todo el barrio.
La ciudad vibraba con esa luz cálida de los viernes en la noche: faroles encendidos, mesas en las veredas y la música colándose desde bares que parecían latir con su propio corazón.
Me dejé arrastrar por la risa de Ivy y el entusiasmo de Isabelle. Había algo sanador en la complicidad femenina, en esas charlas que oscilaban entre lo banal y lo trascendente sin previo aviso. Una se quejaba del trabajo, otra de un ex, otra recordaba anécdotas ridículas… y yo reía, pero a medias.
Porque en cada pausa, en cada momento en que mis ojos se perdían entre la multitud, lo buscaba.
Sin querer, sin confesarlo. Como quien persigue un fantasma.
—Iba a decirte algo, pero creo que ya lo noté —soltó Ivy, cruzando los brazos con esa sonrisa que nunca presagia nada bueno.
—¿Qué cosa? —pregunté, fingiendo interés en mi bebida.
Ella inclinó la cabeza hacia mí y, con voz firme, soltó:
—Es guapo. Deberías ir tras él.
El calor subió a mi rostro más rápido que el vino que apenas había probado. Isabelle golpeó la mesa con una carcajada escandalosa.
—¡Lo sabía! —canturreó.
—No es… no es nada de eso —balbuceé, escondiéndome detrás del vaso.
—Claro, y yo soy monja —replicó Ivy, con ironía perfecta.
En ese momento, como si el universo se divirtiera conmigo, alguien tropezó cerca y derramó unas gotas de cerveza que cayeron sobre mi vestido. Mis amigas estallaron de risa. Yo también, aunque más por nervios que por gracia. Esa es la cruel belleza de la torpeza: nunca llega sola.
—Tengo que contarles de mi cita a ciegas —suspiró Isabelle, girando la copa entre los dedos.
—Oh no —dijo Ivy, arqueando una ceja—. Eso ya suena a desastre.
—¿Qué pasó esta vez? —pregunté, inclinándome hacia ella con una sonrisa—. ¿Olvidaste su nombre y lo llamaste por el de tu ex?
—Peor —Isabelle rodó los ojos—. Él llegó con un ramo de… ¡perejil!
Casi me atraganté con la bebida.
—¿Perejil?
—¿Qué es esto? ¿Un ritual de cocina italiana? —soltó Ivy, conteniendo apenas la risa.
—Exacto lo que pensé. Yo me quedé mirándolo, y él dijo: “es que no encontré flores, pero esto también es verde”.
Me cubrí la cara con las manos.
—No… no puede ser real.
—Te juro que si a mí me aparece un tipo con perejil, lo mando directo a hacerme un pesto, no a una cita —dijo Ivy, ya doblada de la risa.
—Pues esperen, que lo peor fue cuando pidió la comida. El mesero le ofreció pasta y él dijo: “solo si viene con más perejil, así te regalo otro ramo”.
Golpeé la mesa, riéndome tanto que las lágrimas me nublaban la vista.
—¡No, Isabelle! Te juro que los atraes. Tienes un imán para los especímenes raros.
—Yo digo que al próximo que te invite, revises primero si sabe diferenciar flores de hierbas de cocina —añadió Ivy, brindando con su copa.
Isabelle la imitó, levantándola con solemnidad fingida.
—Brindemos, entonces, por mi maldición romántica.
Sonreí, sintiendo aún el calor de la risa en las mejillas.
—Y porque algún día nos llegue alguien que sepa regalar flores de verdad.
Pero Isabelle me observó con esa mirada curiosa que nunca augura paz. Dio un sorbo lento a su bebida y, con un gesto demasiado calculado, dejó el vaso sobre la mesa.
—Hablando de flores… o mejor dicho, de cafeterías —dijo al fin, arqueando una ceja—. ¿Alguien quiere contarme qué demonios pasó el otro día?
Tragué saliva, de golpe más seca que mi copa.
—¿De qué hablas?
—No te hagas la despistada, Elizzy. Ivy y tú entraron riéndose como dos conspiradoras, y cuando pregunté, cambiaron de tema tan rápido que casi me marean. Y ahora resulta que hay un chico de por medio, ¿no?
—¡Ah! —exclamó Ivy, fingiendo sorpresa—. ¿Quién te habrá contado eso?
—Mi instinto —Isabelle apoyó la barbilla en su mano, con esa sonrisa traviesa que siempre anuncia interrogatorio—. Vamos, suéltalo, querida. Quiero saberlo todo.
Me sonrojé hasta la raíz del cabello, mientras Ivy apenas contenía la risa.
—No es lo que piensas… —balbuceé.
—Claro que lo es —interrumpió Ivy, disfrutando cada segundo—. Fue épico. Primero, Elizzy casi mata a un pobre muffin inocente… y luego casi asesina a Caleb con un latte volador.
Isabelle abrió los ojos como platos, para después estallar en carcajadas.
—¡No puede ser! ¡Tú! ¡La más tranquila del grupo, lanzando cafés como armas!
Me cubrí el rostro con ambas manos, deseando que la tierra me tragara.
—No exageren… —musité, aunque sabía que ya no había marcha atrás.
—¿Y bien? —dijo Isabelle, inclinándose hacia mí—. ¿Quién es Caleb y por qué tu cara se pone roja como si acabara de declararte su amor eterno?
—Ivy, te voy a matar —murmuré, hundiéndome en el respaldo de la silla.
—¡No! —replicó Ivy, levantando las manos con teatral inocencia—. Yo solo describí los hechos: muffin asesinado, latte proyectil y un chico que se lo tomó con mucho humor.
—¡Eso no es todo y lo sabes! —Isabelle golpeó la mesa, carcajeándose—. Vamos, Elizzy, confiesa. ¿Quién es ese chico que logra sacarte los colores de esa manera?
Yo bajé la mirada, removiendo el hielo de mi vaso con la pajilla. No sabía cómo explicarlo sin sonar ridícula, sin que mis palabras traicionaran lo que ni yo misma me atrevía a admitir.
—Es… —empecé, pero mi voz se quebró entre la duda y la vergüenza—. Es solo alguien que aparece en los peores momentos.
—O en los mejores —corrigió Ivy, sonriendo con malicia.
Me reí nerviosa, aunque había un nudo en mi pecho. —No es nada serio. Apenas lo conozco.
—Ajá… —Isabelle me sostuvo la mirada, como si pudiera leerme la mente—. Pues para “apenas conocerlo”, lo buscas con los ojos cada vez que giras la cabeza.
Sentí el calor treparme por la piel como fuego, y no supe qué responder. Mis amigas estallaron en risas otra vez, pero yo… yo solo pensé en él. En la forma en que su presencia había comenzado a habitar mis días, como un eco que no podía acallar.
Me forcé a reír, aunque por dentro las palabras pesaban como plomo: si tan solo supieran que él ya es imposible de ignorar, aunque yo siga negándolo.