La noche estaba fresca, con un viento suave que parecía arrastrar los restos de la charla con Archie. Caminaba con las manos en los bolsillos, pateando piedras como si fueran responsables de lo que sentía.
Me mordí el labio inferior. Lo hago siempre que intento convencerme de algo que sé que no es cierto. Esta vez quería creer que Archie exageraba, que lo suyo eran solo teorías conspirativas disfrazadas de consejos. Pero el silencio de la calle me traicionaba: cada palabra que había dicho se repetía en mi cabeza como un disco rayado.
Miré hacia todos lados, como si de pronto ella pudiera aparecer entre los transeúntes que aún quedaban. Obviamente, no estaba ahí. Nunca está cuando la busco, y sin embargo, yo sigo haciéndolo. Ridículo.
Suspiré y me pasé la mano por la nuca, otro de esos gestos automáticos que aparecen cuando la ansiedad me muerde. Archie tenía razón: estoy atrapado, aunque me niegue.
A mitad de la cuadra, un pensamiento me golpeó tan fuerte que incluso me detuve. Salté una grieta en la vereda, como si al hacerlo pudiera saltar también la idea que me rondaba: ¿qué haría yo si realmente la tuviera enfrente ahora?
La respuesta no llegó. Solo un vacío incómodo en el estómago, un cosquilleo extraño en el pecho.
Lo peor no es sentirlo. Lo peor es saber que no tengo idea de qué hacer con todo esto.
Seguí caminando rápido, porque es lo único que sé hacer cuando me siento vulnerable: moverme, escapar. Y aun así, en cada reflejo de las luces sobre el pavimento, me parecía verla sonreír.
Cada paso que doy en esta calle vacía parece arrastrar conmigo un ruido que no logro silenciar. Archie dice que lo mío con ella ya empezó, aunque yo no haya movido un dedo. Y tal vez tiene razón. Tal vez las historias no necesitan permiso para comenzar; simplemente se encienden, como un fósforo en la oscuridad, y uno se encuentra atrapado en el resplandor.
Me mordí otra vez el labio. No soporto la idea de que alguien más lo note, de que alguien pueda leer en mi rostro lo que ni yo mismo me atrevo a confesar. Es como caminar con un secreto tatuado en la piel que brilla más de noche que de día.
Pasé la mano por la nuca, ese gesto que siempre me delata. No sé qué me pone más nervioso: el hecho de que me guste, o la certeza de que no puedo hacer nada para dejar de pensar en ella.
Me descubrí mirando a las ventanas iluminadas de los edificios, imaginando que en alguna de ellas podría estar su silueta. ¿Qué tiene esta chica que logra colarse en cada pensamiento, como si conociera la entrada secreta a mi mente?
Salté otra grieta en la vereda, torpemente.
Ridículo. Lo sé. Pero es como si con cada salto intentara engañarme: “ahora sí, ya no voy a pensar en ella”. Y a los tres pasos, ahí está otra vez su risa, su torpeza, su forma de mirarme como si no supiera cuánto desordena mi calma.
Me río de mí mismo, en silencio.
Soy un tipo que siempre supo lo que quería, que nunca se dejó arrastrar por nada que no pudiera controlar… y, sin embargo, basta con un recuerdo suyo para sentir que todo se tambalea.
Quizá eso sea lo que más miedo me da: no que ella me guste, sino que me transforme.
Elizzy es como esa canción que no sé cuándo empezó a sonar, pero que ahora no puedo apagar; y cada vez que intento silenciarla, descubro que el silencio solo la hace resonar más fuerte dentro de mí.
El apartamento estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del refrigerador. Me dejé caer en el sofá, con la mirada fija en el techo, como si allí estuviera escrita una respuesta que nunca llega.
No tenía forma de buscarla. Ni un número, ni una red social, nada. Solo un recuerdo. Un café maldito con su torpeza dulce derramándose en mi memoria. Era ridículo, casi primitivo: el único camino hacia ella era esperar volver a coincidir, como si todo dependiera de una suerte que no controlo.
Me mordí el labio, una vez más. Ese maldito gesto.
Y pensé en lo fácil que sería si tuviera un pretexto, una excusa cualquiera para verla de nuevo. Pero no lo tenía. Solo me quedaba ese vacío extraño, esa sensación absurda de estar atado a alguien que no sé cuándo volveré a encontrar.
Suspiré pesadamente, como si pudiera calmar el vértigo que me generaba la sola idea de ella. Archie lo llamaría destino. Yo lo llamo condena.
Apagué la lámpara y dejé que la oscuridad lo llenara todo. Pero la ironía fue que, entre tanta sombra, su imagen se volvió más clara que nunca.
Me giré en el sofá, intentando dejar la mente en blanco. Imposible. Y entonces, como un golpe repentino, recordé algo que me hizo abrir los ojos de par en par: sabía dónde vivía.
Ahí estaba, la solución fácil. Si quisiera, podría caminar hasta su puerta y tocar. Tan simple como eso.
Tan simple… y tan demente.
Me mordí el labio, luchando contra la imagen ridícula de mí mismo apareciendo en su pasillo sin invitación, como un personaje de esas historias que siempre terminan mal.
—Perfecto, Caleb —murmuré en voz baja—, la receta ideal para que piense que eres un psicópata.
Me pasé la mano por la nuca, medio riendo, medio avergonzado. Porque sí, técnicamente podría verla de nuevo con solo caminar unas cuadras. Pero, ¿qué diría? “Hola, casualmente pasaba por aquí… otra vez”. Suena tan mal que hasta la pared pareció juzgarme.
Sacudí la cabeza, soltando una carcajada seca.
No, no iba a hacer eso. No podía.
Porque si algo aprendí hoy es que hay una línea muy delgada entre el destino y el desvarío. Y yo no estaba dispuesto a cruzarla… al menos, no todavía.
Me quedé mirando el techo, inmóvil, pero la idea no me soltaba. Sabía dónde vivía. Esa dirección era como un botón rojo en mi cabeza: no debía tocarlo… y, por lo mismo, cada segundo quería hacerlo más.
“Podría pasar por casualidad”, pensé. “Casualidad muy casual, claro, del tipo que involucra caminar tres cuadras y fingir sorpresa como si la NASA hubiera calculado la alineación de los planetas para reunirnos”.
Solté una risa baja, amarga.