La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco, como si el apartamento me empujara hacia afuera. La calle me recibió con ese caos habitual: autos que rugían impacientes, conversaciones atropelladas de transeúntes, un perro ladrando a nada en particular. Todo era ruido, un ruido ensordecedor que parecía no venir solo de la ciudad, sino de mi propia cabeza.
Caminé con las manos en los bolsillos, esquivando a la gente como si cada hombro ajeno fuera un obstáculo impuesto por el destino. El aire olía a pan recién horneado mezclado con humo de escape, una contradicción que, de alguna forma, resumía cómo me sentía.
Me mordí el labio al pasar frente a una florería. Los ramos alineados en la vitrina parecían observarme, acusándome de la obviedad: “Llévale flores”. La idea me pareció tan cliché que casi solté una carcajada. ¿Flores? Sí, claro, la forma más rápida de convertirme en un estereotipo ambulante.
Las flores estallaban en colores: lilas, girasoles, rosas con un rojo casi obsceno. Me quedé mirando el escaparate como si fuera un imán.
Imaginé el escenario: yo apareciendo frente a ella con un ramo de flores, extendiéndoselo con una sonrisa segura. Ella, sorprendida, recibiéndolo con esas manos pequeñas que parecían no saber qué hacer con nada que no fuera un café caliente.
“Son para ti”, diría yo, con una voz grave y perfecta. Ella se sonrojaría, bajaría la mirada, y justo cuando todo se volviera mágico, sucedería…
El viento. Siempre el viento.
Me vi en mi mente con los pétalos volando como confeti, ella tratando de atraparlos, yo persiguiendo un girasol rodando calle abajo.
—Perfecto —murmuré en voz baja—. La declaración romántica convertida en un sketch de comedia.
Sacudí la cabeza, reprimiendo una carcajada. La señora de la florería me observó desde el mostrador, como esperando que entrara. Fingí mirar el reloj y me alejé rápido, antes de que se me ocurriera la brillante idea de comprar algo y después quedarme con un ramo muerto en mi habitación durante semanas.
Seguí avanzando, pero la ciudad insistía en recordármela. Una chica tropezó con el borde de la vereda, y durante un segundo vi a Elizzy en su torpeza. Un barista detrás del mostrador de una cafetería sonrió con ese mismo gesto desordenado que ella tiene cuando intenta ser seria y falla. Todo estaba contaminado con su sombra.
El bullicio de la avenida se mezclaba con mis pensamientos, y la suma era insoportable. Era como si el mundo entero hubiera decidido burlarse de mí: un concierto caótico en el que cada nota gritaba su nombre.
Me detuve en un semáforo, esperando la luz verde. El tráfico rugía frente a mí, pero yo solo escuchaba mi propio corazón golpeando, demasiado fuerte, demasiado presente. Como si me recordara que, aunque intentara huir, todo lo que soy ahora late al compás de una chica que ni siquiera sabe cuánto me enloquece.
El semáforo cambió a verde y crucé con el resto de la multitud, como si una ola humana me arrastrara sin preguntarme a dónde quería ir. Pasos apurados, bolsas de compras, conversaciones entrecortadas… la ciudad avanzaba con una urgencia que yo no tenía.
Terminé en la esquina de una cafetería distinta, nada que ver con aquella donde la conocí. Esta tenía ventanas amplias y un aroma a vainilla que escapaba hasta la vereda. Me quedé parado un instante, observando a los clientes dentro. Una mujer reía, inclinada hacia adelante; un hombre revisaba su celular con gesto aburrido. Todo era normal, ordinario, pero yo sentí que estaba espiando escenas de vidas que no me pertenecían.
Entré casi por inercia, buscando café como quien busca excusa. El barista me saludó con una sonrisa automática, y pedí lo primero que se me ocurrió. Mientras esperaba, apoyé los codos en la barra, escuchando el tintinear de cucharas contra tazas, las conversaciones cruzadas, el golpe de la máquina de espresso. Todo era un ruido uniforme, pero de pronto me pareció más cálido que el bullicio de la calle.
La taza llegó frente a mí, humeante.
Y ahí estaba de nuevo el recuerdo: ella levantando el latte con cuidado, sin notar a la abeja posada en la espuma, la expresión de susto, la torpeza gloriosa que terminó salpicándome.
Reí solo, sacudiendo la cabeza. La gente alrededor me miró raro, como si hubiera contado un chiste que nadie más escuchó. Y tal vez era cierto: el chiste estaba en mi memoria, y la única espectadora era ella.
Me mordí el labio, dándole un sorbo al café.
Qué fácil sería volver a aquella cafetería. Fingir casualidad. Esperar. Tal vez ella entraría otra vez. Tal vez la suerte se repetiría.
No. No estaba listo para eso. No todavía.
Salí de la cafetería con el vaso en la mano, y la ciudad volvió a tragarme. Pero esta vez el ruido ya no era solo ruido: era un eco constante de algo que me faltaba. O alguien.