El martes comenzó como cualquier otro: el despertador sonando demasiado temprano, mi yo del pasado maldiciendo a mi yo del presente por haberme acostado tarde, y el espejo devolviéndome la cara de alguien que no estaba listo para otro día de adultez disfrazada de juventud.
Mientras desayunaba un par de tostadas medio quemadas (mi especialidad), pensé en Caleb. No porque me guste levantarme con su cara en la mente —Dios me libre—, sino porque el tipo llevaba días con la mirada perdida y la sonrisa ausente. Y todos sabemos qué significa eso: chica nueva en la ecuación.
“¿Así que la cafetería se volvió escenario de novela romántica?”, pensé, untando manteca en la tostada como si fuera un general planeando su ofensiva militar. Si Caleb iba a seguir escondiéndose detrás de sus silencios, alguien tenía que hacer algo. Y ese alguien, por supuesto, era yo.
Lo primero en un plan de acercamiento era lo básico: crear casualidades. Nada demasiado obvio, nada demasiado psicópata. Solo el tipo de accidente feliz que hace que dos personas se tropiecen, se miren a los ojos, y de repente el mundo parezca un videoclip romántico.
Imaginé la escena en mi cabeza:
Caleb caminando, yo haciéndolo “chocar” sin querer contra ella, los dos cayendo al suelo al mismo tiempo, manos rozándose, ojos conectando. Fondo musical de violines. Fin.
Después me imaginé la otra posibilidad: Caleb cayendo sobre ella, rompiéndole la nariz, y yo tratando de explicar en urgencias que todo era parte de un plan romántico.
—Ok, no —me dije en voz alta—. No tan violento.
Lo bueno de tener un amigo como Caleb es que es transparente como un vaso de agua: le brillan los ojos cuando piensa en alguien, pero nunca lo admite. Lo malo, es que a veces necesita un empujón tan fuerte que casi podría contarse como intento de homicidio.
Mientras me ponía la chaqueta y me preparaba para salir, sonreí con cierta picardía.
Hoy iba a ser un buen día. Hoy el destino tendría un ayudante.
Salí de casa con la convicción de un héroe en misión secreta, aunque mi arma principal fueran unas llaves oxidadas y un café barato. Lo primero que hice fue mandarle un mensaje a Caleb:
"Hermano, hoy no puedes quedarte encerrado en tu cueva. Te paso a buscar. No acepto un no."
Sabía que pondría la clásica excusa de “tengo cosas que hacer”, cuando la realidad es que sus “cosas” eran mirar el techo y pensar en ella. Y adivinen: no falló.
—Estoy ocupado —me respondió.
—Sí, claro. ¿Ocupado en qué? ¿En pensar en tu futura esposa? —le contesté.
Hubo silencio virtual. Toqué donde dolía.
Lo siguiente era asegurarme de que Elizzy estuviera cerca. Esa parte era más complicada, porque yo no tenía su número (todavía). Pero lo que sí sabía era que siempre pasaba por la librería de la esquinadeportiva las tardes. Su descripción era igual a la que Caleb me dijo, y después de un par de charlas con la dueña de la librería, di con el nombre y el apellido exactos. Lo sé, todo un Einstein en construcción. Y ahí estaba mi oportunidad.
La estrategia era sencilla: llevar a Caleb a la zona, fingir que era casualidad, y ¡bam! dejar que la magia (o el desastre) ocurriera.
Mientras lo esperaba, me imaginé todo: yo escondido detrás de un estante de libros, espiando cómo Caleb intentaba hablarle, probablemente tartamudeando como un adolescente en su primer baile. Y cuando él dijera algo torpe, yo podría aparecer como un salvador disfrazado de Cupido, con un comentario brillante que suavizara la situación.
Sonreí para mis adentros. Sí, era un plan arriesgado, pero valía la pena. Porque si Caleb seguía en modo fantasma, se iba a quedar solo con sus pensamientos, y a mí me iba a tocar aguantar sus silencios eternos durante semanas.
Finalmente lo vi llegar, con esa caminata de quien no sabe si va a comprar pan o a enfrentarse a su destino.
—¿Por qué esa cara de funeral? —le solté apenas estuvo cerca.
—Porque no sé a dónde me llevas.
—Al lugar donde empieza tu historia de amor, campeón.
Él me miró como si hubiera dicho la mayor tontería del planeta, pero no protestó. Y eso ya era una victoria.
—¿La librería? —repitió Caleb, frunciendo el ceño apenas doblamos la esquina.
—Exacto —respondí, con toda la calma del mundo, como si hubiéramos planeado venir a comprar diccionarios de latín antiguo desde hace semanas.
—Archie… —su tono ya llevaba esa mezcla de amenaza y súplica que tanto me divertía—. No me digas que esto es lo que creo que es.
Le puse una mano en el hombro, con la solemnidad de un maestro zen.
—Esto, querido amigo, es una intervención.
Caleb me fulminó con la mirada.
—¿Me trajiste hasta acá para…? No, espera. ¿Tú sabías que ella estaría aquí?
—Tal vez sí, tal vez no —dije, dándome aires de misterio—. Llamémoslo… intuición masculina.
El se llevó la mano a la cara, arrastrándola como si quisiera borrarse la expresión de incredulidad.
—No puedo creer que estés haciendo esto.
—Créelo —repliqué—. Porque si fuera por ti, todavía estarías en tu casa discutiendo con la tostadora sobre si el pan se tuesta de más o de menos.
Caleb soltó un suspiro largo, de esos que parecen cargar con siglos de paciencia.
—Archie, esto es ridículo.
—Ridículo es seguir negando lo obvio —le contesté, cruzándome de brazos—. Vamos, ¿quieres que te haga un cartel luminoso que diga “Me gusta Elizzy” o vas a entrar y actuar como un ser humano normal?
Por un segundo pensé que iba a darse la vuelta y dejarme hablando solo. Pero en lugar de eso, se quedó ahí, clavado, mirándome como si tratara de decidir si era más inteligente obedecerme o dejarme plantado.
Yo sonreí.
El hecho de que no se hubiera ido ya era señal de que la curiosidad le ganaba.
—Archie —repitió Caleb, con esa calma peligrosa que usan los que están a un paso de explotar—, esto es una locura.
—¿Locura? —puse cara de indignación, como si me hubiera acusado de herejía—. Esto es estrategia pura. ¿Tú crees que las grandes historias de amor empiezan quedándote en tu casa mirando el techo? ¡No! Empiezan con un empujón del destino… o de un mejor amigo con demasiado tiempo libre.