Torpeza perfecta

Capítulo 12: Siluetas entre estantes

El libro descansaba abierto en mis manos, aunque apenas podía concentrarme en las palabras. El chico sentado a mi lado hablaba y señalaba frases que supuestamente eran graciosas, y yo reía por cortesía, más por no ser descortés que por verdadera diversión.
De pronto lo sentí.
Esa sensación extraña en la nuca, como si alguien me observara a través de las páginas. Al principio pensé que era mi imaginación, el ruido de la librería jugando con mis nervios. Pero insistía: una presencia invisible, una mirada que no necesitaba tocarme para hacerme estremecer.
Levanté la vista con cautela, intentando no parecer paranoica. Y entonces lo vi.
A lo lejos, entre los estantes, estaba él. Caleb.
No necesitaba pruebas, lo supe de inmediato. Esa postura contenida, los hombros tensos, la mirada clavada como si el resto del mundo no existiera.
Y luego, como un espejismo que desaparece justo cuando empiezas a creer en él, se giró y se marchó. Ni un gesto, ni una palabra. Solo su espalda alejándose, cruzando la puerta y perdiéndose en la luz de la calle.
Me quedé inmóvil, con el corazón acelerado, como si hubiera presenciado algo que no terminaba de entender.
El chico junto a mí seguía hablando, pero ya no escuchaba nada.
Porque mi mente se había llenado de preguntas que no sabía responder:
¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué me miraba así? ¿Y por qué, si lo tenía tan cerca, se fue sin decir nada?

Me mordí el labio, cerrando el libro con suavidad.
Era ridículo, lo sabía. Apenas lo conocía. Apenas unas palabras y un accidente torpe con un café.
Pero había algo en él, algo que me encandilaba, algo que no quería —ni podía— ignorar.
Y aunque no quise admitirlo en voz alta, lo sentí claro como un golpe en el pecho: su ausencia, en ese instante, pesó más que la compañía que tenía al lado.

El chico carraspeó suavemente, como si intentara sacarme de mis pensamientos.

—Oye, ¿te pasa algo? —preguntó, inclinándose un poco más hacia mí.

Parpadeé, regresando de golpe a la realidad.

—¿Eh? No… nada —mentí, acomodando el libro en mis manos como si ese gesto pudiera ocultar el temblor en mis dedos.

Él sonrió, insistente.

—Estabas como ida. Seguro lo que leí te dejó pensando, ¿verdad? —señaló la página que acababa de mostrarme—. Es que esta parte es buenísima.

Asentí, forzando una sonrisa.

—Sí, sí… buenísima.

La palabra me salió hueca, sin alma. Porque en realidad, lo único que resonaba en mi cabeza era esa imagen de Caleb alejándose, su figura desdibujándose tras la puerta.

El chico siguió hablando, contando alguna anécdota de clases, algo que debería haberme parecido interesante, gracioso tal vez. Yo asentía, reía por compromiso, pero la risa no llegaba a mis ojos. Cada tanto mi mirada se desviaba hacia la entrada, como esperando que él regresara.

No lo hizo.

Me mordí el labio otra vez, atrapada entre la cortesía de escuchar y la urgencia de esa inquietud que no me soltaba. Era absurdo lo mucho que podía doler la presencia de alguien… y más aún, su ausencia.

—Entonces, como te decía, el profesor me llamó para leer en voz alta —continuaba él, moviendo las manos con entusiasmo—, y yo ni siquiera había preparado el capítulo. Imagínate mi cara, parecía un ciervo atrapado en la carretera.

Solté una risa corta, más un reflejo que un gesto genuino.

—Vaya, debió ser… incómodo.

—Incómodo no, ¡terrible! —replicó, golpeando con suavidad la mesa con la palma—. Pero ¿sabes qué? Al final me salió tan bien que la clase entera me aplaudió.

Asentí, intentando mantener la atención, aunque mis ojos buscaban una y otra vez la puerta.

—Qué bien, me alegro.

Él sonrió, satisfecho con su relato, y aprovechó para acercarse un poco más.

—¿Y tú? ¿Alguna vez te ha pasado algo así? ¿Un momento vergonzoso que luego terminara bien?

Me quedé pensando, y sin querer, lo primero que vino a mi mente fue la imagen de un café volando, un muffin destrozado y unos ojos que me miraban entre incredulidad y risa contenida.

Un calor repentino me subió a las mejillas.

—Sí… algo así —murmuré, bajando la vista hacia el libro, sin atreverme a dar más detalles.

Él rió, tomando mi respuesta como una invitación a seguir.

—Tienes que contármelo algún día. Seguro fue divertido.

—Sí, algún día… —repetí, aunque lo único que quería en ese momento era salir corriendo tras la sombra que ya se había perdido en la calle.

—Entonces… —dijo él, apoyando un codo sobre la mesa y acercándose demasiado—, ¿ya te dijeron alguna vez que tienes una mirada que… hipnotiza?

Me quedé congelada. ¿Hipnotiza? ¿Quién dice eso en pleno siglo veintiuno?

—Eh… no, nunca —respondí, forzando una sonrisa.

—Pues deberías acostumbrarte —añadió, guiñando un ojo.

En ese preciso instante, con su intento de guiño, se le metió algo en el ojo derecho. Comenzó a parpadear desesperadamente y a frotarse como si lo estuvieran torturando.

—¿Estás bien? —pregunté, preocupada e inte tando aguantar la risa que amenazaba con explotar.

—Sí, sí… era un guiño sexy —respondió, aún con el ojo rojo y lagrimeando—. Solo que… creo que entró un… un tsunami de polvo.

No pude aguantarme ante la ridiculez que intentó hacer. La carcajada me salió tan fuerte que el agua de mi botella, que estaba tomando, se me fue por el camino equivocado, saliendo disparada en un mini-geiser justo sobre la camisa del chico.
Él miró su pecho empapado, luego a mí, y en vez de enojarse, levantó las cejas con falsa seriedad:

—Vaya… ni que decirlo, me dejas mojado con solo mirarme.

Yo me cubrí la cara con las manos, entre la vergüenza y la risa. Él intentaba sonreír como si todo estuviera bajo control, pero la mancha en su camisa era demasiado evidente. Nadie alrededor se rió, solo nos miraron de reojo, y yo deseé que la tierra me tragara.

Y, sin embargo, en medio de esa risa nerviosa, mi mente se escapó a otro lado. A una mirada distinta. A un casi-beso detenido en el umbral de una puerta.



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En el texto hay: humor, romance, ficcion general

Editado: 08.10.2025

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