Torpeza perfecta

Capítulo 15: Lo que deja el eco

La noche llegó sin pedir permiso, como si el cielo hubiera decidido apagar lentamente todo lo que quedaba de la tarde. Caminé hasta mi apartamento con la mente en otra parte, o en todas a la vez.

Cada paso resonaba en el pavimento con un ritmo que no era mío. Era suyo.

No sé por qué, pero desde que me separé de Archie, algo en mí no podía quedarse quieto.

Era como si su voz siguiera sonando en algún rincón de mi cabeza, repitiendo frases que no tenían nada de extraordinario, pero que me habían dejado… inquieta.

“Podría acostumbrarme a hacerte reír así.”

Esa frase se repetía, una y otra vez. No era romántica, no exactamente. Pero tenía un peso distinto. Una sinceridad torpe, casi accidental, que me había perforado sin aviso.

Encendí la luz de mi habitación y me dejé caer en la cama sin siquiera quitarme los zapatos. El techo me miró con la misma neutralidad de siempre, pero por alguna razón sentí que todo había cambiado. Que algo, dentro de mí, había empezado a moverse.

Pensé en su sonrisa, en cómo parecía esconder algo detrás de cada gesto, en cómo su risa llenaba los espacios vacíos sin pedir permiso.

No era como Caleb. No, Archie era otra cosa.

Más caótico, más ruidoso, menos perfecto.
Y tal vez por eso su presencia dolía un poco menos… o un poco más.

A veces el corazón no distingue entre el que llega primero y el que se queda más tiempo.
Solo sabe reconocer la huella, no el rostro que la deja.

Tomé el libro que me había dado en la librería y lo abrí. Las páginas olían a polvo y a tinta vieja. Ninguna tenía notas en los márgenes, por supuesto. Pero por un segundo, me descubrí deseando que sí las tuviera.

Que hubiera dejado algo ahí, escondido entre líneas. Una pista, una broma, una excusa para volver a verlo.

Suspiré, cerrando el libro con suavidad. No entendía qué me pasaba, y eso me asustaba más que cualquier cosa.

No era amor, no todavía. Pero era algo. Algo que empezaba a crecer en silencio, como una raíz que busca su lugar bajo tierra.
Miré por la ventana. Afuera, la ciudad seguía viva, ajena a mis pensamientos.

Y yo, con las luces del edificio reflejándose en mis pupilas, entendí que ese encuentro —tan absurdo, tan inesperado— no había sido casualidad.

Había algo en él que no sabía nombrar.
Una especie de eco que no desaparecía.
Y tal vez, solo tal vez, ese eco llevaba su nombre.

El libro seguía sobre mi regazo, abierto en una página que no leía.
Mis pensamientos no sabían a quién pertenecían.
Caleb.
Archie.
Dos nombres, dos presencias que no deberían tener nada en común.
Y sin embargo, cada vez que intentaba separarlos, algo los unía.

Caleb había sido una tormenta silenciosa. Su mirada, tan serena, tan llena de cosas que nunca dijo, me había dejado marcada. No necesitó mucho para quedarse. Bastó una conversación, un gesto, una sonrisa apenas esbozada… y todo en mí se volvió hacia él sin permiso.

Archie, en cambio, era ruido. Caos. Movimiento.
Nada en él era calculado, y aun así, cada una de sus palabras parecía encontrar el hueco exacto donde dolía y sanaba al mismo tiempo.
Y ahí estaba yo, intentando entender por qué pensaba en ambos como si fueran reflejos de una misma sombra.

A veces creía ver a Caleb en Archie. En la forma en que fruncía el ceño cuando fingía estar serio. En ese silencio que llegaba después de sus bromas, cuando su sonrisa se apagaba solo un segundo, como si escondiera algo más profundo.

Pero no, no eran iguales.
Caleb era el recuerdo que dolía por su ausencia.
Archie era la presencia que dolía por su insistencia.

Quizá lo que me confundía no era ninguno de los dos, sino lo que despertaban en mí: esa necesidad de sentirme vista, comprendida… aunque fuera por alguien que no entendía lo que estaba haciendo conmigo.

Me llevé una mano al pecho, intentando calmar el latido desbocado que no sabía a quién pertenecía.

Caleb había sido la chispa que encendió algo.

Archie era el fuego que amenazaba con consumirlo todo.

Y yo, atrapada entre ambos, comenzaba a temer que no sabría distinguir si lo que buscaba era un rostro o una sensación.
Porque, a fin de cuentas, ¿qué diferencia hay entre recordar a alguien… y empezar a buscarlo en otro?

A la mañana siguiente, abrí los ojos con la falsa esperanza de que todo lo que sentía se hubiera disuelto durante la noche. Pero no.
El silencio de la habitación solo amplificaba el eco de mis pensamientos.

Decidí salir.

Caminar, distraerme, fingir que era una persona común que no pensaba demasiado.
El cielo estaba cubierto de un gris indeciso, como si tampoco supiera en qué tono quedarse. Las calles estaban vivas, pero yo no lograba encajar en su ritmo. Cada sonido parecía llevarme de regreso a algo, a alguien.

El café en la esquina me recordó a Caleb.
La forma en que el vapor se escapaba de las tazas, igual que aquel día, me hizo pensar en cómo lo miré sin atreverme a decir nada.
Y, unos pasos más adelante, una carcajada —una de esas risas fuertes, llenas de vida— me devolvió a Archie.
A su manera caótica de llenar el aire, de convertir lo común en algo imposible de ignorar.

Cerré los ojos un segundo. Era absurdo cómo el mundo insistía en devolverme a ellos, como si mi mente los hubiera escondido en cada esquina solo para tropezar una y otra vez.

Intenté concentrarme en el presente: el sonido de los pasos, el viento que se colaba entre los árboles, el olor a pan recién hecho de una panadería cercana. Pero incluso eso parecía hablarme.

Había algo en esa quietud que dolía.
Como si estuviera caminando dentro de un recuerdo que no sabía a quién pertenecía.
Me detuve frente al escaparate de una librería.
El reflejo del cristal me devolvió mi rostro: el de alguien que parecía cansada de pensar, pero incapaz de detenerse.

Suspiré.



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En el texto hay: humor, romance, ficcion general

Editado: 08.10.2025

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