El sonido de la puerta al cerrarse tras ella no le trajo paz.
Thais se quitó los zapatos con torpeza nada más entrar a su habitación. El frío del mármol le recorrió la espalda, pero no era nada comparado con el gélido vacío que comenzaba a instalarse en su pecho. Se dejó caer sobre la cama como si hubiese soportado el peso del mundo, y por un momento, creyó que lloraría. Pero no. No podía ceder, no ahora que todo lo que sentía amenazaba con desbordarla.
Revisó su teléfono sin saber exactamente qué buscaba, ¿un mensaje de Federico? ¿Una disculpa? ¿Una explicación por preferir la compañía del whisky y de los amigos que la suya? Nada. Silencio.
Excepto por él.
Otro mensaje.
«Sabes que mereces algo más que migajas.»
Thais apretó los dientes. Si ese idiota pensaba que podía romperla desde lejos, no iba a darle el gusto.
Escribió y borró. Tres veces.
Hasta que, sin pensarlo demasiado, respondió:
«¿Qué quieres de mí?»
El texto fue enviado. Casi al instante, apareció el indicador de escritura.
«Verte abrir los ojos.»
La respuesta era tan ambigua como provocadora. Pero lo que más la inquietó no fue el contenido, sino el hecho de que ya había pensado en esa misma frase horas antes, entre el jardín y el salón, cuando lo tenía tan cerca que podía oler su perfume, esa mezcla de ironía y peligro.
Se puso de pie, como movida por un resorte. Caminó por su habitación con pasos erráticos. Algo no encajaba, no desde hacía tiempo. Federico mentía. Eso ya no era una intuición, era una certeza incómoda creciendo como hiedra entre sus costillas.
Y aunque detestaba al hermano de su amiga, también detestaba cuánto le afectaban sus palabras, su presencia. Su maldita certeza sobre todo.
Un nuevo mensaje entró.
«Abre el último cajón de tu chifonier.»
Thais se congeló. Sus ojos se dirigieron lentamente hacia el lugar indicado.
No recordaba haber dejado nada allí.
Y sin embargo… fue hasta el con temor a lo que podía encontrar ahí.
El cajón crujió apenas cuando lo abrió, como si incluso la habitación sintiera que estaba a punto de romperse algo invisible.
Dentro estaba su ropa de cuando fue porrista del instituto pero… una caja pequeña, de terciopelo negro, elegante, fue lo que llamó su atención. La tocó con la punta de los dedos, dudando. Algo dentro de ella le gritaba que no debía abrirla. No mientras estuviera sola. No mientras su corazón aún temblaba como un animal acorralado.
Pero lo hizo, nadie más podría estar a su lado para abrir aquello.
El mundo se le apagó por un segundo cuando vio el contenido.
Eran fotografías. Instantáneas tomadas con distancia, algunas desde un auto, otras desde lo alto de algún balcón. Todas de ella. Caminando por la calle, comprando flores, riendo con su hermana en un café, bajando de su auto en la universidad. Ninguna era comprometida… pero juntas componían algo peor: una vigilancia que se extendía a lo largo del tiempo. Una obsesión.
En el fondo de la caja, cuidadosamente doblado, había un papel.
Reconoció la caligrafía de inmediato. Él había escrito eso.
«Federico nunca cuida lo que ama. Yo sí lo haría.»
El aire le faltó. El impulso de tirarlo todo y gritar se apoderó de ella, pero algo la detuvo. Su lógica, quizás. O su miedo. Porque ahora lo sabía: esto no era una broma. No era solo una pelea de egos. Alguien había cruzado una línea.
Y ese “alguien” la conocía mejor de lo que había querido admitir.
Su mente se llenó de preguntas, no entendía porque hacía aquello, se suponía que tenía que estar del lado de Federico, no hacer ese tipo de cosas.
En su interior sabía que algo iba mal, pero no podía hacer nada. No iba a romper el compromiso por ideas que ese idiota le sembrará.
Tomó su móvil para responder el mensaje y brincó cuando una llamada comenzó a sonar, su amiga llamaba y eso se le hizo demasiado extraño.
—Cinthia… ¿Te encuentras bien?
Preguntó con prisa, ya que sabía que no estaba en el país y que se había ido con ese hombre.
—Si querida, bien es poco. Solo llamaba para saber cómo salió la cena.
Mintió y Thais aunque sabía que aquello era mentira decidió seguir con aquella charla. Contarle todo, desde la cena hasta la salida al cumpleaños de su hermano. Hablaron por un buen rato, ayudando que Thais calmará todo lo que había sentido esa noche.
. . .
No debería haberlo hecho.
Eso fue lo primero que pensó apenas dejó la caja en el cajón. Y sin embargo, algo dentro de él celebraba el caos que desataría. No lo hizo por crueldad —o al menos, eso se repetía— sino por necesidad. Porque alguien debía abrirle los ojos. Si Federico no era el hombre para ella (y él sabía, con nauseabunda certeza, que no lo era), entonces… ¿quién lo haría?
Se sentó frente a su escritorio y observó el celular con la pantalla en negro. Esperó el mensaje. No por impaciencia, sino por matemática emocional: conocía a Thais lo suficiente como para saber cuándo rompería su silencio. Ella siempre reaccionaba con el corazón primero y con la razón… nunca.
Y entonces llegó:
«¿Qué quieres de mí?»
Una sonrisa se dibujó en su rostro. No de triunfo, sino de resignación. Porque sabía que, una vez comenzado ese juego, ya no había vuelta atrás.
Él no era un romántico. Ni un héroe. Ni siquiera un buen hombre.
Solo era alguien que entendía perfectamente lo que era observar a la distancia durante años, sin tocar, sin intervenir. Hasta ahora.
La línea entre protegerla y poseerla era tan fina que a veces ni él lograba distinguirla. Pero lo que sí tenía claro era una cosa:
Federico juega con ella. Él no. Él intentaba salvar aquella luz que vivía en Thais, en la dulce Thais que él conocía.
Volvió a mirar el móvil. Esperaba más preguntas. Un insulto, tal vez. Incluso el silencio absoluto. Pero no esperaba que abriera la caja tan pronto.
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Editado: 29.07.2025