Travesuras del Corazón.

16.

Nunca pensé que un apagón pudiera resultar tan revelador. Esa noche, la electricidad se cortó justo después de que Leo se durmiera con uno de los cuentos extraños de Lia y una canción que más que arrullo sonaba como una manada de lobos torturados. De un momento a otro la mansión quedó cubierta por una oscuridad absoluta, no le tenía miedo a la oscuridad, pero el golpe que escuche me dio a entender que la persona que vivía conmigo si le aterraba, y por su chillido, había caído en algunas partes de la casa.

Me quedé en el pasillo, con la linterna en la mano, tratando de ubicar de donde provenía el ruido, alumbre por la puerta entreabierta de la sala y vi a Lía sentada a un costado sofá abrazando uno de los cojines, con los ojos llorosos y un ligero temblor en los hombros y a punto de echarse a llorar, no tenía pruebas pero tampoco dudas.

Apunte la luz de la linterna directo a ella, su rostro se iluminó mostrando los destellos coloridos de su pelo y las manchas de cariño en su mejilla, producto seguramente de los últimos besos chocolatosos de Leo. No pude evitar sonreír, verla tan vulnerable me recordó cuántas veces yo había aprendido a ocultar mis propias inseguridades tras la corbata y una mirada dura. Me acerqué sin prisa y dije:
—Se ha ido la luz ¿verdad? —susurro algo asustada.

—No, solo quise apagar las luces para ahorrar energía. —ironicé. La escuche bufar de forma graciosa.

—Parece que la calle entera está a oscuras —respondió ella —Todo el vecindario sin luz, me gusta aunque me aterra un poco, es como un recordatorio de que el mundo funciona bien sin nuestras pantallas y dispositivos. —Su voz sonó amortiguada por la almohada pero sincera.

—Vamos al jardín, hay que aprovechar que el cielo está despejado. —Le ofrecí mi brazo y sin dudarlo lo tomó, ambos salimos al jardín trasero, donde el cielo se mostraba en un manto infinito de estrellas, libre de la neblina luminosa de la ciudad.

Bajamos juntos los peldaños de madera, sintiendo el césped fresco bajo los pies, cada paso me regresaba al pasado, algo que no experimentaba desde niño, cuando miraba el cielo en el patio de casa preguntándome si, allá arriba, alguien me vería algún día brillar, o si seria tan brillante como una de las estrellas en el cielo. Al final, fui brillante, pero jamás pude brillar feliz como una estrella.

Lía caminó un par de pasos adelante y luego giró, extendiendo los brazos como si quisiera abrazar todo ese cielo.

—Mira qué millones de luces…¡Podemos tocar las estrellas! Y aquí estamos nosotros, dos puntos chiquitos en medio de toda esta maravilla. —me quedé mirando el cielo, tan infinito, tan increíble.

—Es curioso… toda mi vida busqué el control dentro de mi vida, busqué la perfección ahora, al mirar el cielo, siento que nada de lo que planeo importa tanto. —Ella me sonrió de lado, apoyó una mano en mi hombro.
—¿Te asusta? —preguntó.

—¿El apagón? No. Hay algo en esta oscuridad que me hace sentir libre.
—¿El cielo infinito? —Pensé en la gran cantidad de responsabilidades que pesaba sobre mis hombros, en Leo, en la búsqueda de la escuela perfecta, en la mujer que tenía a mi lado. Baje la vista y me quedé mirándola, su perfil, su cabello loco.
—Me asusta lo pequeño que me siento a tu lado. —Confesé. Lía soltó una risa suave, casi un suspiro, y se aproximó hasta rozar mi pecho con su cuerpo.

En ese contacto sentí esa corriente que despierta los sentidos: su piel cálida contra la mía, el latido de su corazón invitando al mío a bajar las defensas. Casi sin pensarlo, rozó mi mano con la suya.
—A veces me da miedo que mi pasado reaparezca. —El aire se tensó un segundo. Pensé en cómo esos fantasmas del pasado la habían marcado y en lo injusto que sería dejarla enfrentar ese temor sola. Rodeé su cintura y la acerqué un poco más; su cabeza descansó en mi hombro y pude sentir su aliento y el latido suave de su corazón

—No voy a dejar que vuelva —susurré —Yo estoy aquí para ti. Lía se apretó contra mí, y juntos contemplamos el cielo en silencio, sintiendo el mundo tan grande y nosotros tan pequeños. Por unos minutos, no hubo nada más que estrellas y nosotros.

Nos quedamos unos minutos más abrazado, en algún momento decidí que era excelente idea sentarnos en el césped para admirar mejor el paisaje nocturno, Lia se dejó caer de espaldas y yo hice lo mismo, deje que su cabeza se apoyara en mi pecho y nos quedamos así, en silencio.

Un zumbido lejanísimo anunció que la luz volvía, las farolas parpadearon, los ventiladores volvieron a susurrar, y todo cobró vida otra vez. Lía soltó una risa suave.
—Bueno, parece que toca volver adentro.

—¿Ya? —pregunté, apenado —Podríamos quedarnos un poco más. —Ella negó con la cabeza y me dio un beso en la mejilla antes de levantarse y dejarme un vacío.
Nos tomamos de la mano y caminamos de regreso por el césped todavía húmedo del rocío nocturno. Al entrar, vimos a Leo, recién despierto, asomando la cabeza entre las almohadas con los ojos todavía soñolientos.
—¿Se fue la luz? ¡Yo vi una estrella fugaz! —Lía lo alzó en brazos y lo acercó a la ventana:
—Quizá la viste de verdad, campeón. Dile a papá tu deseo. —Leo me miró con solemnidad infantil, como si fueran las instrucciones de un rito sagrado, y dijo:
—Quiero que nos convirtamos en una familia y que nunca nos separemos. —En ese instante, sentí que mi corazón latía con un ritmo nuevo, Lo abracé, luego recogí la linterna y miré a Lía, que me sonrió con ternura. Me acerqué despacio, la rodeé con un brazo y la besé, despacio, sin prisa. Fue un beso sencillo, pero cargado de promesas, promesas de quedarnos juntos, de cuidarnos, de atrevernos a ser felices pese a los miedos.
—Yo tampoco quiero que nos separemos jamás.




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