María observaba el calendario en su escritorio. Faltaban solo trece días para Navidad, pero en la oficina nadie parecía especialmente emocionado. Algunos compañeros intercambiaban tímidas ideas sobre regalos o cenas familiares, mientras otros apenas mencionaban la fecha. Ignacio, como siempre, estaba ensimismado en su trabajo, con los auriculares puestos.
Desde que lo conoció hacía dos años, había aprendido a leerlo sin necesidad de palabras. Él no era alguien que compartiera mucho de su vida, pero sus ojos siempre contaban una historia diferente de la que su boca decía. Ese día, sus gestos eran especialmente pesados, como si llevara un saco de piedras acuestas.
Durante la hora de almuerzo, María decidió acercarse al ver que no fue al comedor. Lo encontró revisando papeles en su escritorio completamente absorto.
—Toma —dijo casualmente, apoyándose en el borde del escritorio y entregándole su postre y un chocolate.
Ignacio conmovido levantó la vista.
—Gracias por esto, no te hubieras molestado…
—¿Qué harás para Navidad? — indagó buscando conversación.
—Nada en especial. No soy muy fan de esas cosas —respondió serio.
—Bueno, nadie dice que tengas que ser el espíritu de la navidad. ¡Gruñón! — se cruzó de brazos, inclinándose un poco hacia él— Y… ¿te gustaría que hiciéramos algo simple hoy? Como tomar unas cervezas después del trabajo. En tu casa, por ejemplo.
Ignacio soltó una especie de risa amarga, y alzó nuevamente la vista hacia ella.
—Ni siquiera tengo luz en casa. La cortaron hace semanas.
—¿Y no piensas pagarla? —preguntó María, sin poder ocultar su incredulidad.
—No tiene sentido. Total, no es como si la necesitara mucho —respondió encogiéndose de hombros.
Algo en su tono le llamó la atención. Era más que simple desinterés; había una resignación pesada en sus palabras. Pero antes de que pudiera insistir, Ignacio se levantó de golpe, tomó su chaqueta y se dirigió al casillero.
María lo observó desde la distancia mientras guardaba sus cosas con movimientos lentos. Al cerrar la puerta del casillero, algo cayó de su bolsillo y quedó en el suelo. Ignacio no lo notó, pero ella esperó unos segundos antes de acercarse.
Era una hoja de papel doblada. María la recogió, dudando por un instante. Sabía que leerla podría considerarse una invasión de privacidad, pero algo en su interior le decía que debía hacerlo.
La abrió con cuidado y sus ojos recorrieron la nota a medio escribir.
" No sé cómo explicar esto, solo puedo decir que estoy cansado. Agotado de luchar contra algo que no tiene sentido. Es un dolor constante, una sensación implacable que nunca se va… Esta será mi última navidad. Simplemente llegué al final."
El corazón de María prácticamente se detuvo, sintió como se le helaba la sangre. Releyó las palabras varias veces, esperando haber malinterpretado el mensaje, pero no había dudas. Ignacio estaba planeando algo terrible.
Tomó aire profundamente para calmarse. Pensó que, si lo enfrentaba de inmediato, podría alejarlo o ponerlo a la defensiva. Guardó la carta en su bolsillo y se dirigió a su escritorio.
Durante el resto de la tarde, no pudo apartar la mirada de él. Cada gesto suyo parecía cargado de velo invisible que ella no había notado antes. ¿Cuánto tiempo llevaba Ignacio sintiéndose así sin que nadie lo supiera?
Al final de la jornada, lo esperó junto a la puerta de la oficina.
—Ignacio, ¿qué te parece si pasamos los próximos días juntos? Diciembre puede ser un mes terrible si estás solo. Podemos ir a lugares, acompañarnos y distraernos un poco.
Él la miró confundido.
—¿Y eso?
—Bueno, porque eres mi amigo, también la pasarás solo y honestamente, estos días así no me hacen bien —respondió, manteniendo el tono ligero pero firme.
Ignacio suspiró, cansado.
—No estoy seguro de que sea buena idea, María.
—Hazlo por mí entonces. No me gusta estar sola en diciembre, es muy deprimente ¿sí? —dijo, con una sonrisa suave.
Ignacio no respondió de inmediato, pero tras unos segundos, asintió.
—Está bien. Pero no prometo ser buena compañía.
—No te preocupes. Yo tengo suficiente energía para los dos.
María lo acompañó hasta la salida, con la carta aún en su bolsillo y un plan formándose en su mente. Tenía trece días para cambiarla decisión de Ignacio, y no pensaba rendirse.
Esa noche, María llamó al número de Ignacio con algo de nerviosismo. Sabía que su propuesta podía parecer repentina, pero también sabía que dejarlo solo no era una opción. Al tercer tono, él respondió con su voz apagada de siempre.
—¿Qué pasa, María?
—Nada malo, solo te llamo para recordarte nuestro compromiso —respondió ella con un tono juguetón. Antes de que él inventara alguna excusa, continuó—: Ah, y prepara un bolso con ropa, ¿quieres? Pensé que podrías quedarte en mi casa los próximos días.
El silencio al otro lado de la línea duró unos segundos. Ignacio miró a su alrededor, la penumbra estaba débilmente iluminada por algunas velas a medio terminar y esa tarde le habían dejado una notificación de corte del agua.
—¿Estás segura de que no te molesto?
—Ignacio, si fuera un problema no te lo pediría. Además, me vendría bien un compañero para las noches de películas. ¿Qué dices?
—Está bien. Nos vemos mañana — soltó esta vez más animado.
María colgó con una mezcla de alivio y preocupación. Sabía que no podía abrumarlo con grandes gestos, que tenía que ir despacio, con pequeños momentos que pudieran abrir grietas en la coraza de su lastimado corazón.