Trece Días de Esperanza

Dia 2: La magia de los pequeños gestos

Al terminar la jornada laboral del viernes, Ignacio la esperaba en la entrada con un bolso sobre el hombro. Aunque parecía incómodo con la situación, al menos había cumplido su palabra.

—¿Listo para la gran aventura de pizza, cervezas y películas? —bromeó María, intentando aligerar el ambiente.

—Si por "aventura" te refieres a eso, entonces sí, supongo que estoy listo —respondió él con una pequeña sonrisa que ella valoró como una victoria.

En el departamento de María, el ambiente era acogedor. Tenía un árbol de Navidad pequeño, pero cuidadosamente decorado que brillaba en una esquina, y sobre la mesa había velas aromáticas y un par de cervezas esperando. Ignacio dejó su bolso junto al sofá y se dejó caer pesadamente en uno de los cojines.

—Esto es agradable —murmuró, casi para sí mismo.

—Espero que estés hambriento porque comeremos hasta reventar —respondió María mientras sacaba la pizza del horno y la colocaba en la mesa de centro. Luego encendió la televisión y buscó una película de comedia.

Durante las siguientes horas, entre mordiscos, tragos y comentarios sarcásticos sobre las escenas de la película, Ignacio comenzó a relajarse. María notó cómo, poco a poco, su postura se hacía menos rígida y su risa, aunque discreta, comenzaba a surgir.

—No recordaba lo bueno que es reír —dijo él en un momento, mirando la pantalla con los ojos ligeramente brillantes.

—Deberíamos hacerlo más seguido entonces —respondió ella, mirándolo de reojo. Aunque Ignacio había intentado mantener su tono despreocupado, María podía sentir la tristeza que seguía llevando.

Al final de la noche, Ignacio ayudó a recoger los platos y las botellas vacías. Mientras María apagaba las luces y preparaba el sofá para él, sintió que ese pequeño primer paso había sido un avance importante.

—Gracias por esto —dijo Ignacio antes de acostarse, cubriéndose con la manta que ella le había dado.

—No tienes que agradecer. Solo estamos empezando —dijo con una sonrisa antes de retirarse a su habitación.

Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, miraba el espacio que lo rodeaba, sentía el aroma dulce de las velas que perfumaban todo el lugar. Sonrió pensando que era similar al aroma que a diario percibía en María. Su casa era como ella, pequeña, acogedora, de rico olor, alegre y un poco desordenada. Había aceptado pasar sus últimos días a su lado, la quería en secreto y nunca selo había confesado. La vez que lo había intentado, ella le había reconocido que estaba enamorada y no tenía ojos ningún otro, que para un hombre que no le correspondía. Así que, para no pasar por la vergüenza de ser rechazado, prefirió resignarse a ser siempre un buen amigo.




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