El domingo comenzó con un aire tranquilo y un tanto más agradable para Ignacio que los días anteriores, al despertar se imaginó qué estaría haciendo en su casa completamente solo, sin luz y posiblemente sin agua. Escuchó a maría tarareando un villancico conocido y un poco de su alegría se le contagió, motivándolo a ponerse manos a la obra con el desayuno, ya que parecía ocupada. Estaba tan absorta preparando una bolsa grande llena de regalos envueltos en papeles coloridos que se sorprendió al encontrarlo en la cocina.
Ignacio notó un brillo particular en los ojos que no había visto antes y eso le produjo una aceleración involuntaria de los latidos del corazón. Trató de disimular su nerviosismo y preguntó:
—¿Y todos esos regalos? ¿Qué tienes planeado hoy?
María sonrió y, sin detenerse, respondió:
—Hoy es un día especial. Vamos al hospital a visitar a los niños en oncología. Es una tradición que tengo desde hace algún tiempo. Recolecto dinero y juguetes durante todo el año para llevarles un poco de alegría. Y tú vienes conmigo.
Ignacio se complicó, mostrándose evidentemente incómodo, objetó:
—No creo ser la mejor compañía para algo así.
—Precisamente por eso debes venir —respondió María con suavidad—. Verás que no todo es tan gris como parece. Confía en mí, ¿sí?
Ignacio no respondió de inmediato, pero al final, asintió. Había algo en la determinación de María que le resultaba difícil de rechazar.
Cuando llegaron al hospital, el ambiente era una mezcla de olores a desinfectante y decoraciones navideñas improvisadas. Las paredes estaban adornadas con guirnaldas de papel y pequeños árboles de Navidad decorados por los mismos niños. María se movía con una naturalidad asombrosa, saludando a las enfermeras y organizando los regalos.
—Ven, te presentaré a algunos amigos —dijo mientras lo guiaba a una sala común donde varios niños jugaban o dibujaban.
Ignacio sintió un nudo en el estómago al entrar. No sabía qué esperar, pero lo que encontró lo dejó sin palabras. Los niños, muchos de ellos con cabezas rapadas o cubiertas por gorros de colores, lo recibieron con sonrisas y una energía contagiosa.
—¡María! —gritó una niña de unos seis años, corriendo hacia ella para abrazarla.
—Hola, mi pequeña Alicia. ¿Cómo estás hoy? —respondió agachándose para recibirla en sus brazos. Luego, señalando a Ignacio, añadió—: Él es mi amigo Ignacio. Hoy vino a conocerlos.
Alicia lo miró con curiosidad y con una sonrisa inocente, le extendió la mano.
—Hola, Ignacio. ¿Te gustan las galletas? Porque hoy tenemos muchas.
Ignacio no pudo evitar reírse ante la naturalidad de la niña.
—Me encantan las galletas —respondió, sintiendo cómo su rigidez inicial comenzaba a desvanecerse.
Durante las horas siguientes, repartieron regalos, organizaron juegos y hasta a decoraron algunas tarjetas navideñas con los niños. Al principio, él se sintió fuera de lugar, pero poco a poco se dejó llevar por la calidez y la energía del grupo. Cada sonrisa le mostraba un lado de la vida que había olvidado: la capacidad de encontrar la felicidad más pura, incluso en medio de las circunstancias más difíciles.
En un momento de tranquilidad, mientras ayudaba a María a abrir un rompecabezas, Ignacio se atrevió a preguntar:
—¿Cómo pueden estar tan felices? ¿No tienen miedo?
—Claro que sienten miedo. Pero viven el momento y aprovechan cada día para reír, y eso es lo que los hace felices. Creo que mientras sigamos sonriendo, podemos con todo.
Ignacio se quedó en silencio, sintiendo cómo esas palabras calaban profundo en su interior.
Cuando llegó el momento de irse, Ignacio se sintió distinto. Había algo ligero en su pecho, una sensación que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo. Antes de salir, los niños le entregaron una tarjeta que estuvieron haciendo en agradecimiento con dibujos de estrellas y un mensaje escrito con letra infantil:
—Para que nunca olvides que siempre hay una razón para sonreír —dijo Alicia con una sonrisa radiante.
Ignacio tomó la tarjeta con manos temblorosas y un nudo en la garganta.
—Gracias, linda. No lo olvidaré.
Decidieron regresar caminando a casa, el clima y el atardecer eran agradables para una caminata disfrutando del paisaje de la ciudad. Ignacio luego de un rato, rompió el silencio.
—Hoy fue... diferente. No sé cómo explicarlo, pero me siento un poco más... ligero. Gracias por llevarme.
María lo miró de reojo y sonrió.
—No tienes que agradecerme. Pero me alegra que lo hayas sentido. Esa ligereza es la magia de ayudar a otros.
Asintió, mirando la tarjeta que le habían regalado los niños, la sostenía con cuidado, la atesoraba porque se había percatado, que muchos de ellos no estarían para la próxima navidad. En su interior, algo había comenzado a cambiar. Una pequeña chispa de empatía y conexión había despertado, y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió completamente solo.
Al percibir ese tenue cambio de comportamiento, a ella se le llenó el corazón de ilusión. Así que, lo llevó a una de sus calles favoritas de la ciudad, una avenida adornada con luces navideñas que colgaban de los árboles y bailaban con el viento. La decoración transformaba el paisaje urbano en un lugar mágico, iluminando las caras de las personas que paseaban por ahí.
—Es hermoso, ¿no crees?
Ignacio miró las luces por un momento, sintiéndose extrañamente tranquilo.
—Lo es —admitió en voz baja.
María compró dos algodones de azúcar en un puesto callejero y le ofreció uno.
—No puedes decir que no a esto —bromeó, alargando la mano hacia él.
Ignacio tomó el algodón de azúcar, sonriendo ante la simplicidad del gesto. Mientras caminaban, María se aferró suavemente a su brazo, algo que lo tomó por sorpresa pero que no rechazó. En realidad, sintió un calor reconfortante que no había experimentado.
Pasaron por el escaparate de una tienda, donde las luces reflejaban sus siluetas. María se detuvo y miró su reflejo junto a él.