Trece Días de Esperanza

Día 7: La madre de María

Aunque la noche anterior había terminado con un beso inesperado en el bar, Ignacio consciente del estado de María debido al alcohol, no quiso aprovecharse de la situación. Aquel momento había sido intenso y lleno de significado, pero prefirió llevarla a casa y asegurarse de que estuviera bien. Esa noche no sucedió nada más. Estaba preocupado por lo que María pudiera sentir al día siguiente, se limitó a despedirse con un gesto amable y regresó al sillón del living. Aunque ella se hizo la que no recordaba nada de lo ocurrido, si tenía en su memoria la sensación de aquel beso y no entendía por qué si la había correspondido y había sentido conexión con sus labios. Él no avanzó más.

Durante la mañana, lo veía de reojo y se planteaba las razones de por qué Ignacio de cierta forma la había rechazado… Porque con el paso de las horas, la sensación de vergüenza le había hecho sentir que su desinterés por continuar con el beso, era una forma de rechazo.

Después de una jornada de trabajo cargada de silencios nerviosos e incómodos y miradas esquivas, ambos regresaron al departamento de María. Para sorpresa de ambos, encontraron a una mujer en la cocina, preparando algo que desprendía un aroma delicioso. María soltó una exclamación de incredulidad.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?

—¡Sorpresa! Pensé que sería bueno visitarte y prepararte una buena comida —respondió la mujer con una sonrisa amplia, secándose las manos en el delantal—. Y ¡qué bueno que llegaste acompañada!

Los ojos de la madre de María se posaron en Ignacio, quien intentaba mantener una expresión neutral pero no pudo evitar sentir un leve calor en las mejillas.

—¿Y quién es este apuesto joven? ¿Es tu novio? ¡Ah, no me digas que por fin me presentarás a mi yerno!

María se sonrojó de inmediato.

—¡Mamá, no digas tonterías! Ignacio es solo un amigo.

—¡Claro, claro! —replicó la madre con una sonrisa pícara—. Bueno, “señor amigo”, pase y siéntase como en casa.

Él esbozó una sonrisa tímida y asintió, siguiendo a María hacia el living. Durante la preparación de la comida, Eulalia no paró de hacer preguntas indiscretas y contar anécdotas de la infancia de su hija, cada una más vergonzosa que la anterior.

—¿Sabías que mi hija solía hablarles a las plantas cuando era niña? También abrazaba a los árboles… Decía que así crecían más rápido. Aunque, claro, también les cantaba… ¡y desafinaba terrible!

—¡Por favor! —protestó María, roja como un tomate, mientras Ignacio se esforzaba por no reírse demasiado.

Finalmente, llegó la hora de la cena. La mesa estaba servida con esmero, y la comida era tan deliciosa como prometía su aroma. Entre conversaciones ligeras y risas, Ignacio comenzó a relajarse, disfrutando de la calidez del momento. Sin embargo, un detalle no pasó desapercibido para él. Cuando la madre de María le preguntó algo relacionado con un médico y una fecha, María esquivó el tema de manera evidente, cambiando rápidamente de conversación. La expresión de su madre se tornó seria, pero no insistió.

Tras la cena, cuando Ignacio comenzó a preparar el sillón para dormir, la madre de María lo detuvo con una sonrisa.

—No seas tonto, hijo. El sillón no es lugar para alguien tan alto como tú. Ve a dormir con María. Yo puedo quedarme aquí.

—¡Mamita! ¿Pero qué dices? —protestó, pero su madre se mantuvo firme.

Tras mucha insistencia, y con un gesto resignado de María, él terminó acompañándola a la habitación. Antes de entrar, ella lo miró.

—No te preocupes, no pasa nada. Solo duerme. ¿Está bien?

Ignacio asintió, aunque sentía un leve nerviosismo. Cuando ella salió del baño, él entró, pero al girarse abruptamente vio que María regresaba por algo.

—¿Se te olvidó algo? —preguntó.

—Sí, esto —dijo ella avergonzada, tomando una pequeña almohadilla de brasier que había dejado sobre el mueble del lavabo.

Ambos rieron con cierta torpeza antes de acomodarse en la cama. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño, conscientes de la proximidad del otro. Las horas pasaron lentamente hasta que el cansancio finalmente los venció. Al amanecer, Ignacio despertó al sentir algo tibio sobre su pecho. Abrió los ojos y descubrió a María, abrazándolo como si él fuera una almohada, con el rostro enterrado en su torso.

Por un momento, no quiso moverse. La paz en la expresión de ella era algo que Ignacio no había visto tan íntimamente, y aunque su corazón latía rápido, no pudo evitar sonreír ante la escena que lo hizo imaginar un mundo diferente, uno donde no existiera la constante oscuridad que lo consumía. Con sus dedos acarició su cabellera y se llevó un mechón a la nariz para sentir su aroma, luego como en un sueño en cámara lenta, se decidió por rozar su perfil, deslizando su dedo desde la frente, siguiendo por el filo de la nariz y deteniéndose en la comisura de los labios que deseaba besar tanto como la noche anterior. María al sentir las coquillas del dedo de Ignacio, hizo una mueca y abrió los ojos. Sorprendida, sostuvo por unos segundos, que parecieron eternos, la mirada intensa y profunda de aquellos ojos negros que sin darse cuenta había empezado a amar.




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