Es una verdad universalmente reconocida que Joey Wakefield Pemberley, a sus cortos diecinueve años, está enamorado de la humanidad. Lo supo una mañana templada de otoño, luego de cierto suceso revelador, pero eso ahora no viene al caso. Fascinado por cuentos de hadas, fan número uno de Cenicienta y Blancanieves, Joey es un romántico empedernido descendiente de Cupido que sólo encontró la definición suficiente de la inmensidad de sus sentimientos en esa simple resolución. Él es un alma pura preocupada únicamente por dar y recibir amor, ser un rayo de sol a todas horas, y hacer feliz, muy feliz a las señoritas. Claro que nada de esto tiene que ver con la benevolencia genética de sus antepasados, ni con la extremada holgura económica de su familia, la cual le brinda el privilegio de no tener que reparar en nimiedades cotidianas como, por ejemplo, llegar a fin de mes. Pero perdonaremos a Joey —al menos por ahora—, porque es adorable y su cabello chocolate combina diabólicamente con sus ojos miel y la ropa de diseñador que le encanta lucir los trescientos sesenta y cinco días del año, las veinticuatro horas del día.
En serio, hasta sus calzones son de seda egipcia. Pero eso tampoco viene al caso ahora mismo.
Era una fría pero quieta mañana invernal en la ciudad de Nueva York cuando Joey sonrió de oreja a oreja luego de incorporarse y extenderle a esa bella desconocida la tarjeta que se había caído de su bolsillo. Al ayudarla, no pudo evitar leer su nombre grabado en el plástico identificatorio.
—¡Oh, muchas gracias! Eres muy amable.
La joven había hablado aún enfrascada en la jungla que parecía ser su bolso. Cuando ella alzó la vista, Joey ensanchó su sonrisa al notar su expresión. ¿Era un buen ángulo? ¿La luz natural le favorecía? Lo comprobó rápidamente, tomándose un momento para chequear el cielo diurno. Bien, todo en orden.
—No es nada, Juliet. —Ante la mirada extrañada de la chica, se apresuró en aclararse—. Ah, lo siento. No pude evitar leerlo en la tarjeta. Tienes un nombre precioso, si me permites.
—Bueno, pues muchas gracias… ¿Tú eres?
—Joey. Joey Wakefield Pemberley. Encantado.
Con movimientos precisos y pausados, estiró el brazo para tomar su muñeca, inclinarse y besar el dorso de su mano. La muchacha parecía sumamente confundida, mas no disgustada. Joey renovó su sonrisa y estuvo a punto de decir algo cuando una risa baja tras su espalda lo distrajo. Bear le palmeó el hombro y apareció en escena.
—Joey, ¿te parece que sigamos caminando? Se nos hace tarde —intervino, sin tomarse la molestia de ocultar la diversión en su voz—. Disculpalo —dijo a la joven—, es un poquito especial.
—Oh, no es problem…
—Adiós, dulce Juliet. Si el destino así lo quiere, volveremos a encontrarnos.
Luego de una exagerada reverencia, Joey se dio la vuelta y comenzó a caminar junto a su amigo.
—Cada día te superas a ti mismo —acotó Bear.
—Siempre demonizas mis intentos por ser amable, eres tan malvado.
Bear rió.
—¡Como si hubiera nacido ayer! Sólo querías mostrarle tu sonrisa encantadora y tus ojos destellando bajo la luz del sol. Y tu culo, claro. ¿O me equivoco?
—Ah, Bear. Jamás confiarás en mí. Además… —Suspiró.
—Aquí vamos de nuevo.
—Mi corazón le pertenece a una sola dama.
—Refréscame la memoria, que ya me perdí. ¿Cuál es la afortunada esta semana? ¿Melody? ¿O era Dorothy? No, Elizabeth… ¡Espera! ¡Ya sé! Lucy, ¿verdad?
—Sí. —Volvió a suspirar, sonriendo como estúpido—. Lucy, la hermosa y dulce Lucy.
—Te das cuenta que a tus ojos todas son dulces y hermosas princesas, ¿no?
—¿Qué te digo, amigo? —Estiró amplios los brazos al llegar a la esquina, alzando la voz—. ¡Estoy enamorado de la humanidad!
Bear ya no se esforzó en apaciguar a Joey. Simplemente sonrió y meneó la cabeza, mirando hacia otro lado. Las demás personas esperando allí para cruzar la calle los habían observado momentáneamente, pero volvieron rápido a sus mundos. Ventajas de gran ciudad, pensó Bear.
—¿Y bien? Hoy te mudas, ¿verdad? —comentó, retomando el camino ante la luz roja del semáforo.
—Así es —respondió Joey, risueño—. ¡Será muy divertido!