True Colors

1

Viejo y nuevo trabajo

«Desperté, esa mañana los rayos de luz atravesaban las persianas; eran suaves, casi como una caricia».

Y esa es la parte en la que se hace un acercamiento a mi rostro mientras sonrío y me levanto de la cama como si hacerlo a las seis de la mañana para ir a trabajar fuera la cosa más hermosa del mundo.

No. Eso iba bien para algunas películas, y yo no describiría esa mañana así.

Vamos, Abs, podemos hacerlo mejor.

Seis de la mañana, mala idea fue dejarme llevar por la pereza y no cerrar las persianas. El sol caía sobre mi rostro, pero no me había despertado por él, sino por el incesante y engorroso sonido de mi alarma. Aborrecí el día en que me dejé convencer por ese insistente señor en el centro comercial. La alarma tiene forma de tapete y no deja de sonar hasta que ponga ambos pies encima. Lindo, ¿no?

Lo peor de todo es que era un hábito en mí revolcarme de todas las maneras posibles en mi cama, pensando que la batería de la alarma cesaría y podría dormir unos minutos más.

Así que, por fin, dándome por vencida y decidida a levantarme, me caí contra el suelo. ¿Por qué? Porque mi cuerpo era un imán de problemas. Mis piernas se habían enredado con las sábanas y no tuve cuidado con eso.

¡Buen comienzo de domingo, Abs! ¡Bien hecho!

Con cierto cuidado para no estrellar la cara contra algo más, caminé hasta el baño en modo zombi y me duché.

Saliendo de la ducha me puse el atuendo que había dejado sobre la cama y empecé a caminar descalza por toda la habitación en busca de mi zapatilla derecha. Había llegado tan cansada la noche anterior que solo me saqué los zapatos —dejándolos caer donde ellos quisieran— y me lancé sobre la almohada.

Me maquillé lo necesario. Luego de arreglar la cama, caminé hacia la cocina y con suerte encontré cereal, jugo de naranja y leche. Definitivamente tenía que ir al supermercado luego del trabajo.

Nota para mí: llamar a mamá y pedirle dinero prestado (pagarle a fin de mes).

¿Quién en su sano juicio saldría de su casa a los dieciocho años para vivir por su cuenta? ¡Oh, por supuesto que yo! Pero llevaba meses así, con la diferencia de que vivía con mi hermana —a quien, por cierto, no pienso nombrar en mi historia porque poco le importó dejar a su preciosa hermana viviendo sola y, por lo tanto, a mí tampoco me importa—. ¡Oh, encontré mi zapatilla!

Como sea.

Luego de alimentarme, tomé un impermeable y agarré el bolso. La primavera había llegado a Counterville y eso solo significaba lluvia por doquier.

Salí de casa, el cinto de mi bolso se desprendió haciendo que el celular, un libro y todo lo demás se desplomara también. Bufé y golpeé el piso con el pie derecho.

—¡¿Hasta cuándo, Dios?! —pegué el grito al cielo sintiéndome la persona menos afortunada de la tierra. Y vaya, ni siquiera creo en la suerte.

Abrí el paraguas esperando que nada peor sucediera. Empecé la caminata hacia el metro que me llevaría a la cafetería ubicada al sudeste de la ciudad, porque mi moto había decidido que era buen momento para estropearse.

El viaje duraba alrededor de treinta minutos, minutos que me servían para leer una historia que la nonna me había enviado la semana pasada. Esa era una tradición que habíamos empezado un par de años atrás: leer un libro e intercambiarlo. La nonna había estado leyendo libros para niños durante los últimos cinco intercambios, pero quién podía culparle, a veces yo parecía la abuela.

Los minutos se hicieron cortos. Cuando me percaté, ya estaba poniéndome el uniforme en la cafetería. Todo iba como siempre, corría de un lado a otro sirviendo y anotando pedidos hasta que una simpática señora —nótese el sarcasmo— entró con sus inquietos hijos.

—¿Atiende alguien aquí o qué? —farfulló separándose por un momento del móvil y captando la atención de la poca clientela del lugar.

—Ve por ella, campeona —habló Kate, mi compañera de trabajo.

Le dediqué una mirada tímida y caminé hacia ellos:

—Buenas tardes, bienvenidos a Riot Coffee. Desean ord…

—Quiero un capuccino, mocca, con crema baja en grasas y con edulcorante natural. No quiero azúcar. Para los niños… No lo sé. Vamos, pidan ustedes —se dirigió a ellos sin verlos y volvió a su teléfono.

—¡Quiero McPixie’s! —habló el niño con una sonrisa, acción que me hizo sonreír también.

—No seas tonto, niño. Esto no es McPixie’s —la señora rodó los ojos mientras tocaba la pantalla de su móvil.

Yo alcé una ceja.

¿Qué tipo de madre era ella? Volví la vista al pequeño niño que ahora sacaba al frente el labio inferior con los ojos rojizos, su hermana pequeña lo vio y empezaron a llorar.

¡Oh, no! Si seguían, yo también me iba a poner a llorar.

—¡Quiero a mamá! —lloraba el nene cada vez más fuerte.

¿Qué rayos? ¿Su madre no estaba con ellos?

—¡Mami! —chilló la pequeña imitando a su hermano.

Lo único que hizo la señora fue levantarse y gritar:

—¡Me tienen harta, niños malcriados! ¡No saben hacer otra cosa que molestar! ¡Renuncio! —gritó aún más fuerte dejando una mochila junto al niño mayor y una libreta sobre la mesa—. ¡Estoy harta! —volvió a gritar mientras se movía sola hacia la salida.

Yo estaba en shock, no sabía qué ocurría. El guardia había tratado de alcanzarla, pero ya estaba en un taxi camino a quién sabe dónde.

¿Y los niños?

Amigos, tenemos un 3312.

Mientras Kate se encargaba de lo habitual, yo cuidaba a los niños como lo había determinado el jefe. El tiempo de espera se hizo corto, los niños jugaron conmigo y se tranquilizaron, incluso me contaron cosas sobre sus padres. Algunas realmente innecesarias. Nadie quiere saber que su padre bailaba salsa los fines de semana. Claro que el niño lo había explicado como «papi baila con ropa ajustada en concursos».

Una hora después, la verdadera madre llegó preocupada a la cafetería. Sus pequeños corrieron felizmente hacia ella. Resultó que, quien había estado con ellos, era la niñera. El jefe se encargó de hablar con ella y explicarle lo sucedido. Su madre era hermosa, al igual que sus hijos. Se notaba el amor que profesaba por ellos.




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