—¡Déjenme jugar, por favor!, ¡Jacqueline, Joaquín! —rogó Jazmín con lágrimas en los ojos.
Con sus seis años no le era tan fácil esconder sus sentimientos como los adultos se obligaban a aprender.
—Eres muy pequeña —replicó su hermana, Jacqueline.
—Ya te lo hemos dicho —añadió Joaquín, su hermano mayor—. No seas fastidiosa.
Jazmine nació mucho después que ellos, quienes le sacaban unos diez u ocho años, al igual que los hijos del patrón, Caleb y Conrad Carter, y sus vecinos, los Bicandi y los Saylor.
Además, no se parecía en nada a sus hermanos. Ambos provenían de un mismo padre, uno de los jardineros del rancho que abandonó a su familia, apenas se percató de las responsabilidades que conlleva hacer vida íntima con una mujer para formar un hogar.
Jazmín tenía grandes y expresivos ojos, piel aporcelanada, y un largo cabello castaño ondulado en las puntas. Era hermosa, una perfecta mezcla entre su madre y un hombre del que era fácil imaginar, tendría atractivas facciones.
Ella apareció en el mundo cuando menos se le esperó. Siempre fue un misterio la identidad de su padre, pues su madre se guardó aquel secreto para sí, prohibiendo el tema dictatorialmente en casa.
Todas aquellas diferencias, a veces hacían sentir a Jazmín sola, carente de afectos, y como si hubiese nacido en el tiempo y la familia equivocada. Sin embargo, su espíritu afable y aventurero se mantuvo intacto.
—Pero pobrecita. Déjenla jugar. ¿Cuál es el problema? —dijo Conrad, el hijo menor del patrón.
Jazmín lo miró y le pareció un gigante desde su perspectiva infantil. Era alto, sonriente, de cabello alborotado, manteniendo siempre amables maneras.
—Al decir el número, cuando todos corran, podríamos atropellarla, y cuando termine llorando, no los regañarán a ustedes sino a nosotros.
—Bueno, bueno, hagamos algo… Yo seré el número siete, como siempre, y ella será la mini siete. ¿Sí? Seremos equipo y me hago responsable.
Jazmín sonrió de alegría, quizá esta vez sí podría jugar.
—Está bien —aceptó Jacqueline resignada—, pero si algo le pasa, tú recibirás los regaños. Aunque dudo que te hagan algo a ti —dijo por lo bajo.
Los jugadores se reunieron alrededor del que poseía la pelota. Esperaron y escucharon atentos. “Once”, gritó y lanzó el balón por el aire. Todos los demás corrieron. Conrad tomó a la pequeña por la mano.
—¡Corre, Jazmín! —dijo riendo, haciéndola dar saltos para seguirle el paso.
Él la tomó por la cintura y la alzó. Corrieron y se libraron del pelotazo que recibió otro de los jugadores.
La tarde se les fue entre risas y bonitas memorias que irían quedando en el olvido, pues los Carter y todos los demás vecinos regresarían a sus internados de élite en Europa. No obstante, para Jazmín, ser el mini siete y haber reído a carcajadas aquella tarde, sería una experiencia que jamás olvidaría, ni a aquel tierno chico que la incluyó en sus alegrías.
Los hijos menores de aquellas adineradas familias entraban en la universidad aquel año. Así que, su lejanía del rancho se prolongaría por años. Y las amistades se fueron disolviendo en la nostalgia de mejores tiempos que jamás regresarían.
La vida adulta y sus responsabilidades llegaron poco a poco, adentrándose en ellos como la hiedra, creciendo cada día, trepándoles el espíritu sin darse cuenta, ahogando sueños, y habituándolos a rutinas en las que aseguraron jamás caer, como solía pasar cuando crecías.
Las aspiraciones de Jazmín siempre fueron distintas a las de sus hermanos, como si por sus venas corriera una sangre que veía el futuro de otra manera, y ella nunca había podido explicar el por qué.
Jazmín.
Doce años después
Aquel día fue bastante ajetreado en el rancho, y se podía respirar la alegría de los patrones en el aire, la cual se sentía en cada detalle cargado de opulencia y exquisitez. Se llevaría a cabo la fiesta de bienvenida del hijo menor, Conrad, quien regresaba al rancho después de años de preparación universitaria.
Todos sabíamos que aquellos no fueron tiempos simples para él, como algunos podrían pensar de un joven con el futuro asegurado. Conrad estudió cuatro años en el internado de Suiza, cuatro más para egresar de sus estudios en Ciencias Políticas en Georgetown y cuatro más para culminar la carrera de Derecho en Harvard. Si había un hombre preparado en aquellas tierras, era el menor de los Carter, Conrad, el hijo disciplinado y ambicioso.
Caleb, el mayor, estaba feliz de reencontrarse con su mejor amigo. Me lo dijo porque solíamos bailar juntos, era una de mis pasiones, y Caleb era un bailarín maravilloso. Había esperado con ansias a su hermano, y al fin regresaba. Él era opuesto a Conrad, un hombre de espíritu más libre que decidió prepararse como chef en Francia. Ya tenía un tiempo viviendo en el rancho, y había inaugurado su fino restaurante en Norfolk un año atrás.
La ansiedad y estrés corrían desbocados por cada rincón de la mansión. La cocina era una locura, todos entraban y salían con delicias preparadas para las familias que asistirían. Me sentía agotada, pero emocionada, con una alegría que no me cabía en el pecho, preguntándome cómo estaría y luciría él después de tanto tiempo.
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Editado: 13.09.2023