Tu abandono…, mi venganza

Capítulo 2

Jazmín

 

El olor a azúcar se respiraba en la cocina. Me imaginé esas burbujitas dulces flotando en el aire y sonreí. Ese lugar mantenía esos aires antiguos, con los sartenes de cobre, bien pulidos, colgando encima de la gran estufa que se ubicaba en el centro. Todos podían ver a Constanza cocinar y crear arte, esa era su forma de pintar.

Observé el postre y lucía hermoso con sus colores contrastantes. Comía a diario lo que la chef preparaba, nada más que delicias; y su trifle, uno de mis favoritos, un postre que no faltó en la mesa de la reina Victoria, no era la excepción.

Una capa de bizcocho en el fondo del vaso de vidrio bañado en jerez dulce, luego esos deliciosos amaretis que le añadían la textura crocante que no podía faltar, fresas de selección, almendras laminadas, crema inglesa, y, por último, una generosa capa de nata montada casera. Era el más fabuloso conjunto, presentado en capas de distinto color; y el sabor de aquella perfecta combinación era delicioso. Al final, Constanza lo coronaba con gominolas de jengibre, más almendras y esas flores escarchadas con azúcar tan delicadas.

Tomé dos platos de postre, lista para llevarlos a la mesa y servirlos, mas sin aviso, mi mamá pasó frente a mí y los tomó, quitándolos de mis manos de golpe.

—No vas a ninguna parte —aseguró molesta.

No comprendí lo que pasaba y ella lo notó en mi expresión.

—No me pongas esa cara de que no entiendes —dijo mientras le entregaba a otra criada los platos—. Eloísa toma y entrégalos a algún comensal. Ocupa el lugar de Jazmín cerca de los Carter.

—Pe… —solo alcancé a decir cuando ya tenía a mi madre encima, hablándome bajito, exhibiendo molestia en los ojos.

—Jazmín… Vi cómo el joven Conrad te saludó y no quiero que te equivoques. Eres joven e inmadura. Él es un hombre experimentado que nada bueno te va a traer. Mantén los pies sobre la tierra, muchacha.

—Pero mamá, ¿de qué hablas? Solo me saludó, si es que eso fue un saludo. Entendí que se acordó de mí. Eso es todo —repliqué, sabiendo que había algo de verdad en mis palabras, pero sin estar segura de sí mentía o no en otras cosas.

Mamá me tomó por el antebrazo y a tirones me sacó de la cocina. Estaba más molesta de lo normal, pocas veces la había visto así, tan rabiosa. Cuando entramos a la habitación de lavado, un lugar impecable y blanco con florales aromas, sacudí mi brazo de su agarre que me lastimaba.

—¡Ya basta, mamá! Estás actuando como una loca. ¡No entiendo nada!

—Te vi, Jazmín, te vi. Los ojos te brillaron cuando ese muchacho hizo no sé qué con las manos —las agitó imitando los gestos de Conrad—. La señora también lo vio. ¡No puedes caer en eso!

—¡Pero si no he hecho nada! —exclamé indignada.

—Le sonreíste, y tenías esa mirada, Jazmín, ¡esa mirada!

—Ay, no. Te comportas como una paranoica —dije comenzando a alejarme, pero me retuvo.

—No irás al mesón de nuevo. Ve al parque de juego a cuidar a los niños. Dile a la chica que esté allí que vas a reemplazarla por orden mía y mándala a la cocina.

Sin mediar palabras se fue. Quedé pasmada, con la palabra en la boca. No tenía idea de lo que había hecho. No era verdad, no le sonreí a Conrad. Escondí lo mejor que pude el atisbo de una sonrisa en mis labios que intentó revelarse. No era cierto. Sin embargo, con mi mamá y su carácter, poco iba a conseguir discutiendo.

Terminé en el patio de juegos y hasta me pareció mejor. Podía relajarme y reír de las ocurrencias de los pequeños. Algunos eran odiosos, maleducados, comenzando a mostrar las conductas poco amables y aprendidas de tanto ver a sus padres, pero otros eran transparentes y libres, todavía no estaban contaminados por las reglas de una sociedad clasista.

Conocía a algunos, ya los había cuidado cuando sus nanas se enfermaban o si mostraban alguna emergencia. Estaba cansada de ver cómo el amor que esos niños rogaban era dejado en manos de una extraña sin ningún sentimiento por ellos. Si contaban con suerte, la nana se encariñaría con ellos y les mostraría un amor genuino, mas si no, estarían condenados a una infancia sin afectos. Y aunque nada material les faltaba, sus carencias eran de las más grandes del mundo, una vida sin el amor ni el cariño maternal.

Jugué con todos. Yo era el monstruo y los perseguía. Los gritos y las risas comenzaron a escucharse con fuerza. Sonreí al imaginar a mi madre blanqueando los ojos, lamentándose de haberme enviado allí, porque los alborotos no eran bien vistos en estas esferas. Y de nuevo los ojos de todos estuvieron a ratos sobre el campo de juegos y nuestras risas.

Uno de los pequeños leía un cuento, Alex, uno de los nietos de los Saylor, que contaba con seis años. Me senté junto a él. Ya antes lo había cuidado en varias oportunidades, así que, me conocía.

—Ti – Ti – e – ra – un – bi – no – sa – u – ri – o. —Detuvo la lectura, alzó la mirada y me sonrió—. Hola, Jazmín.

—Hola, Alex. ¿Qué lees?

—Un libro sobre dinosaurios. Mira… —me mostró la portada—, ¿ves? Por eso lo sé. Es un T-rex.




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