Conrad
Salí del aeropuerto internacional de Norfolk, prefería llegar a esa ciudad, aunque no fuera la más cercana a casa. Una limusina me esperaba; y luego de saludar al chofer y entrar, vi un traje de etiqueta colgado de un sostenedor. Exhalé agotado. Sabía de la fiesta, pensé que sería algo más íntimo e informal, pero mi madre no era de tomarse las cosas relajadamente. Debí haber imaginado que tomaría todas las previsiones, como siempre, para que sus planes fueran perfectos, no obstante, aun así, la amaba.
Mientras regresaba a casa, observé el pueblo pasar ante mis ojos. Las mismas calles, aquel aire calmado y salitrero de siempre y el sol cayendo en un atardecer iluminado al fondo. Pasamos por uno de los puentes, miré un gran crucero en el puerto, y sonreí a ver que regresaba a mi tierra natal, a aquella ciudad de frente marítimo y orden. Llegamos a las afueras y las imágenes fueron cambiando a unas más rudimentarias. Los mismos avisos, las mismas construcciones, casas que databan de la época colonial, preservadas, intactas, parecía que al tiempo se le había olvidado pasar por aquellas tierras.
En todos mis viajes, en los años que pasaron sin notarlo, jamás perdí esa sensación de que algo se me había extraviado. Me fui y por años tuve esa sensación de haber dejado una puerta abierta, algo incluso, una parte de mí pertenecía a aquel lugar donde crecí, una parte quedó vacía y ahora sentía que volvía a llenarla. Sonreí al pensarlo. Regresaba a mi lugar seguro, sintiéndome como un niño, un lugar donde quedaron marcadas, como la página de un libro que aún no terminas, las más bonitas memorias, reservadas para después.
Al llegar, me impresionó ver que todo seguía exactamente igual, al menos por fuera. La decoración de la casa había cambiado, pero nada más. La gente iba y venía, los sirvientes corrían. Mi hermano me esperaba en la puerta, y me alegré mucho de verlo. Nos abrazamos en un prolongado encuentro, era mi hermano, mi amigo. No importaba cuántos años tuviéramos, siempre seríamos nosotros.
Papá también me abrazó. Siempre fue un tipo dado a la creatividad, a las artes, un poeta, sin duda era Caleb el que se parecía a él, me habría gustado ser yo el que heredara ese espíritu libre, nada bueno para los negocios.
Al contrario, yo me parecía más a mi madre. No podía evitar anticiparme a todo, prever el futuro y tomar medidas, calcular, prevenir. Y a veces, era agotador. Sabía que la fortuna de la familia sería dejada sobre mis hombros y eso, a pesar de inquietarme, lo deseaba y asumiría por igual.
No paré de saludar gente ni de contar la historia repetida de mis logros durante toda la noche. Fue agotador.
Saludé a mis viejos amigos. Noah Saylor, nuestra cercana amistad se remontaba a la infancia. No me sorprendió que mantuviera ese mismo aire de conquistador sabelotodo con un toque narcisista. Todos estaban allí, vecinos, amigos de la escuela, Jacqueline, la hija del ama de llaves y muchos más. Excepto Joaquín, quien hace tiempo había partido. Me pareció verlo caminando cerca del muelle, sonriente luego de pescar una macarela española o una lubina rayada. Era el mejor pescador.
No podía esperar a navegar en la bahía. Nuestra infancia se desarrolló entre botes, descubriendo islas misteriosas con casa medio hundidas y tesoros inexistentes, pescando juntos. Todo eso lo extrañé con el alma. Mi corazón pertenecía aquí.
La cena estuvo deliciosa. Me impresionó el orden de los sirvientes. Mi madre siempre les exigía el máximo y el ama de llaves, Julieth, siempre fue perfecta para acatar sus órdenes, se comprendían como si fueran hermanas de toda la vida. Ellas parecían estar sincronizadas de algún modo, quizá después de tantos años de órdenes y obediencia, terminaban pensando de la misma manera.
Analicé los movimientos sincronizados al servir de las criadas, imaginé la vida en el siglo XIX. Una de las chicas se salió del orden. La miré. Me encontré con aquellos bonitos ojos color castaño claro, y me pareció conocerla de antes, pero no lograba determinar quién era.
Ella me evitó y se concentró, pero yo no dejé de analizarla, intentando recordar. La recorrí con mis ojos de arriba abajo, tenía una estilizada figura de estrecha cintura, unos labios carnosos suavemente coloreados y una piel de ensueño. Era la criatura más hermosa que jamás hubiese visto. Había poca luz, solo la necesaria, pero fue suficiente para ver aquel delicado rostro. Estaba sentado, solía ver a la gente desde arriba, así que, tuve otra perspectiva de ella, una que me gustó. Lo primero que vi fueron esos ojos grandes tan expresivos, y cuando me encontré con ellos, su expresión, su forma de mirar, ese rápido análisis que me dio, me permitió ver que era una chica inteligente.
No sé por cuánto tiempo la observé, pero ella volvió esos hermosos ojos a mí, y al fin la reconocí, era Jazmín, mi mini siete. Sonreí impresionado de lo mucho que había cambiado. Ya era toda una mujer, una preciosa mujer que, si lucía así en un uniforme y con el cabello sostenido por aquella delicada cofia blanca, seguramente luciría radiante en un fino vestido y el cabello suelto.
La saludé, haciéndole señas, “mini siete”, le dije, y ella entendió. Disimuló su sonrisa, pero allí estaba, la Jazmín de siempre, alegre y juguetona.
Lamentablemente, a la hora del postre no regresó, la busqué, esperé; sin embargo, no volví a verla. Hasta que, cansado de tanta gente y de conversar las mismas cosas, me alejé un poco, adentrándome en el jardín. Allí volví a encontrarla, jugando con los niños en el patio de juegos.
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Editado: 13.09.2023