Tu abandono…, mi venganza

Capítulo 4

Jazmín

 

Salí de nuestra casa molesta. Era tarde, mas no me importó ni un poco. Mi mamá, vez tras vez, evadía aquella respuesta que tanto había aguardado: ¿Quién es mi padre? “No importa quién es tu padre, hija. Cuando lo descubras verás que no sirve de nada”.

No hubo ruego ni petición que la hiciera salir de su postura. Ya mamá había sumido que de nada me serviría saber, y era tozuda como nadie, pero yo lo necesitaba descubrir, aunque jamás le hablara. Y no podía explicar por qué. ¿Sería una curiosidad morbosa o la necesidad de conocer mis orígenes? No encontraba respuesta respuesta a esa pregunta.

Caminé por el patio trasero. Los sonidos de la noche me encantaban. Jamás hubo silencio en ese lugar, pero la calma que experimentaba junto con el arrullo nocturno de las chicharras, las ranas y grillos, eran únicos. Llegué hasta la baranda final, desde donde se podía ver la bahía, estaba oscuro y el sonido del agua era deleitable.

La propiedad de los Carter estaba valorada en millones por su única y particular ubicación. Contaba con una península por donde podías caminar y adentrarte en las aguas del Atlántico. Era hermosa. ¿Qué no había pasado en la bahía de Chesapeake? Españoles, los primeros esclavos africanos, jesuitas, batallas navales y hasta el mismísimo John Smith de Pocahontas, según dicen, hizo mapas de aquellas aguas.

Cuando miré el mar, cerré los ojos y escuché. No supe por qué, pero sentí ganas de llorar. Pasé del enojo a la tristeza con cada paso al acercarme al agua. Mis ojos se pusieron aguados y respiré sintiendo algo distinto en el aire, o quizá solo era mi enojo el que me hacía percibir mi entorno así. Sentí impotencia al no poder saber quién era mi padre, quería comprender, tal vez preguntarle, por qué nunca quiso saber de mí, si jamás le había hecho algo. Y solo pude concluir, que el hermetismo de mi madre se debía a que ese hombre debía ser un peso pesado, uno que prefería mantenerme en secreto.

Por las noches, no todas, solía sentarme en la empalizada, iluminada por la poca luz amarilla del muelle de madera para escribir en mi diario.

“Hoy fue un día agotador. Estoy que no doy más, pero después de hablar con mamá, quedé más alterada todavía. De nuevo, le pregunté quién era mi padre, pero solo contestó con evasivas, igual que en los últimos dieciocho años de mi vida. Es muy frustrante.

Lo único bueno de hoy fue que el joven Conrad regresó. Es guapísimo (corazón). Me reconoció y me dijo, mini siete, como siempre. Me transportó al pasado, a su recuerdo, siempre fue amable y cariñoso. Aunque hoy fue distinto lo que sentí. De niña solo era una admiración, él era mi héroe idealizado, pero hoy… Hoy debo admitir que… Me gustó. Me gustó, y mucho”.

Abracé el diario y suspiré recordándolo. Su mirada, su pecho ancho, sus labios, hasta recordaba su espalda. Su cabello peinado hacia atrás, la forma en que llevó su copa a esa boca. Exhalé como si expulsara ilusiones.

—Hola, mini siete —dijeron detrás de mí.

Me sacudí del susto y la sorpresa. Eran las dos y media de la mañana y nadie me molestaba allí nunca. Lancé el diario por el aire, hacia atrás. Cubrí mi boca con ambas manos, ahogando un grito y perdí el equilibrio, me tambaleé.

Pero mi héroe me sujetó. Era Conrad que me sorprendió y sostuvo entre sus brazos.

—¿A dónde vas, mini siete? —dijo sonriendo. Luego de salvarme de una segura caída—. ¿Te asusté?

Miré su rostro, cerca del mío. Mi respiración seguía acelerada del susto y el corazón latiendo como loco, que lejos de calmarse, parecía alterarse aún más al tener a ese hombre de ensueño tan cerca.

—Con… Conrad —dije intentando incorporarme, y él me ayudó a conseguirlo—. Sí, me asustaste —Ladeé una sonrisa—. ¡Lo hiciste a propósito! —reclamé y le di con el puño en su firme hombro, simulando estar molesta, porque habría podido dormir toda la noche entre esos fuertes brazos.

Él carcajeó.

—Discúlpame, mini siete. Es que no me puedo dormir. Estoy un poco acelerado. Te vi pasar, y pensé en saludar.

Se alejó y recogió mi diario.

—A ver… ¿Qué tenemos aquí? ¿Qué escribías? —Lo abrió entre sus manos, pasó las hojas.

Yo sabía que iba hasta el final a leer. Recordé lo último que había escrito: “Me gustó, y mucho”, hablando sobre él. Bajé de la baranda de un brinco y de un manotazo hice volar de nuevo el diario por el aire. Él quedó sorprendido de mi reacción.

—Pero, ¿qué te pasa? —indagó, intentando no reír. Lo conocía y estaba que carcajeaba.

Recogí mi diario más allá y le contesté molesta.

—Sabes que es un diario. No pensé que tendría que recordarte que es personal. —Le sacudí la tierra con la mano, enojada.

—No lo iba a leer. Era una broma. Pero qué mal humor tienes. No te recordaba así.

—No suelo tener mal humor. Lo sabes. Es solo que… El día no terminó como esperaba.

Caminé hacia la empalizada y volví a sentarme en el borde. Él se subió también junto a mí.

—Sí, te entiendo. ¿Tampoco puedes dormir?




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