Llegué a casa entrada la tarde. Estaba agotada. La cena estaba casi lista, por lo que, subí y tomé una ducha. Dejé que el agua tibia me relajara, como si lavara la tensión que había quedado en mi cuello después de aquella pelea con Conrad. No podía sacarme del pensamiento su rostro desconcertado, como si no entendiera mi reacción. Él era inteligente. Yo sabía que había comprendido. Y al final, él tenía razón en algo. No podía sacarme de la cabeza la cercanía de su rostro frente al mío, ni dejar de pensar en ese beso que no me dio.
Durante la cena, mi madre habló:
—Este viernes los señores darán una cena de seis tiempos.
—¿Tan pronto? Pero… Acaban de dar una fiesta —dijo mi hermana, agitando los cubiertos en sus manos en tanto hablaba.
—Es cierto y… Es raro. No suelen hacer actividades tan cercanas —comentó Jeff, el jardinero.
—Quizá están apurados con algo —comentó Constanza—. La señora ya conversó conmigo y quiere algo original y de primera. La vi muy entusiasmada. Sin duda quiere lucirse. Desea que los primeros tres tiempos sean aperitivos sorpresa que jamás hayan comido antes. Como si yo supiera a dónde han viajado los Bicandi. Esa gente debe conocer el mundo entero.
—¿Los Bicandi? —indagué extrañada, pues hacía tiempo que no venía la familia completa. Después del rompiendo de Conrad con Mary, la chica dejó de venir, que aceptara, hacía el evento aún más raro.
—Sí. Me parece que tratarán un asunto que compete a ambas familias —dijo mi madre antes de meter un bocado en su boca.
—Quizá tenga que ver con la situación económica de los ranchos —intervino Jeff—. No sé… He escuchado rumores. Dicen que las cosas no van nada bien y que hasta podríamos perder nuestros trabajos.
—Dejen de estar inventando —dijo al fin el capataz, Hugo—. Esos rumores lo único que consiguen es ponernos nerviosos y preocupados. Las cosas irán mal cuando vayan mal. No antes.
Todos nos quedamos en silencio. Cuando hablaba Hugo, sin decirlo del todo, sonaba como un punto y aparte. Y para empleados como nosotros, que dependíamos de nuestro sueldo a fin de mes, era mejor no adelantarse. Así se moría la gente de a poco, por puro estrés.
—Quiero que esa noche nos ayudes, Jaz —ordenó, mamá—. Necesitaremos ayuda en la cocina y para servir. La señora te pagará como siempre. Además, eres de confianza y conoces cómo funcionan las cosas por aquí.
Asentí con una sonrisa de labios apretados. No me encantaba la idea de servir a los Bicandi. Eran una familia pequeña. La señora Marisol no pudo tener más hijos después de dar a luz a Mary, como si parir a esa niña le hubiera secado el útero a la pobre. En consecuencia, el señor Mario Bicandi enfocó todos sus esfuerzos en que su princesa fuera la niña más feliz del mundo, se desvivía por ella y su hija lo hacía notar. Al final, todos eran odiosos por naturaleza, como si llevaran la antipatía escrita en el ADN y se la hubiesen pasado por la sangre, aunque la mejor representante de aquella repelente genética era Mary y con creces.
Yo tenía que ver la situación con madurez. La señora Carol pagaba muy bien esos días de fiestas o cenas inesperadas, hasta tres veces el valor, así que, no podía dejar pasar la oportunidad. Mis ahorros seguían creciendo y mi meta de ir a la universidad con una buena beca, cada vez me parecían más cercanos.
En los dos días siguientes, no me encontré a Conrad de nuevo, aunque mi corazón lo dibujó en mis memorias cada vez que pudo, luchando contra mi lógica, a la cual intenté apoyar con decisión. Me preguntaba cómo estaría, qué pensaría, si me odiaría o si pensaría en mí, como yo pensaba en él; y parecía no poder evitarlo. Deseé encontrarlo por el rancho al caminar, mas eso no pasó. Y a la vez, miraba a los lados para evitarlo. Quería que me arrinconara por allí y me diera esos besos de los que habló, pero a la vez, que me respetara, que me considerara y tratara con respeto. Era definitivo, él me estaba volviendo loca.
Caleb me buscó para disculparse. Sin falta, Conrad le contó nuestra discusión y todo lo que había pasado. Yo le tenía cariño al mayor de los Carter, era un buen tipo; y no puede negarle el perdón. Decidimos que seguiríamos como pareja de baile y que nos presentaríamos por igual en el festival de cangrejo, cerveza y vino. A él le fascinaba bailar y a mí también, por lo que nuestros planes siguieron en pie.
La noche del viernes llegó sin darme cuenta. Desperté y, en un momento, ya estaba cortando vegetales. La sazón de Constanza se respiraba en el aire y era deleitable. Me encanta verla cocinar, o debería decir, crear arte, porque era una artista. Aquella sería, sin duda, una cena de autor con inspiración mediterránea que sentaba perfectamente, teniendo tan cerca las aguas del Atlántico.
Se me indicó presentar la mesa de postres, budines, galletas, medialunas, pequeñas tortitas de queso, frambuesa y pistacho, canelles y los mejores petit gâteau, presentados en porta tortas con base y tapa de cristal. Miré el resultado y quedé satisfecha. No me quería dedicar a presentar mesas, pero tampoco podía negar que se me daba muy bien, y que había aprendido mucho al respecto en la mansión de los Carter.
—Los señores tiraron la casa por la ventana con esta cena —comentó Constanza, sacándome de mis cavilaciones.
—¿En serio? ¿Y a qué se deberá esto? —pregunté con curiosidad.
—Ni idea. Ya nos contará tu mamá o tu hermana cuando termine la noche. Ellas se mantienen en el comedor. Ya lo descubriremos.
Después del plato fuerte, mamá llegó apresurada a la cocina y me ordenó, luego de chasquear un par de veces los dedos:
—Jazmín, lleva el carrito de postres para que los señores y sus invitados decidan qué van a elegir, por favor. Lo están esperando.
—Claro, mamá —aseveré y comencé a alejarme.
Mamá detuvo el carrito, puso su mano sobre la mía y me dijo al oído:
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Editado: 13.09.2023