Tu abandono…, mi venganza

Capítulo 14.2

Jazmín

Llegué al rancho Bicandi sudada a más no poder, agotada.

—Buen día, señorita —saludó una muy joven criada, ceñuda, al abrir la gran puerta principal—. ¿En qué puedo servirle?

Tardé un poco en responder. Miré por encima del hombro de la mujer, la casa lucía oscura, y sentí como si entrara en la boca de un animal dispuesto a devorarme. Respiré un par de veces, un frío tembloroso me recorrió la espalda, apreté los ojos y dije lo que debía decir:

—Necesito hablar con el señor Mario Bicandi.

—¿Busca al señor? ¿Tiene cita con él?

Me detuve a pensar. Conocía a la servidumbre y la forma en que derramaban rumores en cada rincón de esas mansiones. Si decía que era Jazmín, esa noticia llegaría a los ojos de la señora Marisol, por lo que inventé otro nombre y razón para estar allí.

—Traigo un mensaje del joven Conrad Carter —Podía explicarle a Conrad por qué había usado su nombre para entrar a aquel lugar, sabiendo que él entendería.

—Ah… La voy a anunciar, señorita. Pase a la sala.

—No quiero molestar a la señora ni a la señorita Mary con mi presencia. Puedo esperar aquí hasta que me lo indique —sugerí en un intento por evitar a las mujeres Bicandi.

—No se preocupe. No molestará a nadie. La señora Marisol y su hija no están, fueron al médico.

Descansé al saber que no se encontraban y rogué porque no llegaran en el momento más inoportuno. Recordé la caída de Mary y supuse que habría ido al médico por esa razón.

Las manos me temblaban y sudaban. Las sequé en mi vestido, pasándolas sobre mis rodillas. Se notaba mi agitación y agotamiento, mi cansancio.

—El señor la atenderá, niña. Puede pasar —dijo la chica indicando el camino.

Me armé de valor y caminé. La puerta de su despacho estaba abierta. Respiré profundo, contuve la respiración como si me fuera a sumergir en un profundo pozo y entré. Allí estaba mi padre, sentado detrás de su fino escritorio de madera pulida con la luz de los grandes ventanales iluminándolo. Alzó sus bonitos ojos. A pesar de los años, seguía siendo un hombre atractivo y de algún modo, vi el parecido que tenía con él, a diferencia de Mary, que lucía más como su madre.

Él ladeó una sonrisa. Se levantó por educación y me indicó que podía sentarme.

—Hola, Jazmín —saludó todavía de pie—. Sabía que algún día te tendría aquí con esa expresión que traes, solo no imaginé que sería hoy. ¿Deseas algo para beber? Te ves acalorada.

Negué con la cabeza. Las palabras no me salían.

—Igual te pediré algo —dijo. Presionó el botón de un intercomunicador en el teléfono sobre su escritorio y solicitó una fría limonada para mí—. Siéntate —insistió.

Lo obedecí. Entrelacé mis dedos y miré al suelo buscando qué decir, ¿cómo podía expresar todo lo que pensaba? 

—¿A qué vienes, Jazmín?

—Usted sabe a qué vengo.

—No, no lo sé. No deseo asumir algo y equivocarme luego.

—Mi mamá habló conmigo, y muy convenientemente para usted, justo después de mis dieciocho años, me dijo que usted era mi padre.

Tocaron la puerta y entró la misma criada con una plateada y reluciente bandeja con un vaso helado. Dejó la limonada sobre una mesita junto a mi sillón y se retiró con una reverencia.

El señor Bicandi esperó.

—Entonces ya lo sabes.

Le di un sorbo a mi limonada, casi me ahogo y lo miré a los ojos asintiendo. Mi padre se quedó callado también y entre nosotros se estableció un prolongado e incómodo silencio.

—Las cosas no son como las estás creyendo —dijo él.

—¿Ah, sí? Claro… Pasan dieciocho años y usted sigue sin saber de mí, sin hablarme. Crecí sin padre y resultó ser mi vecino. ¿Cómo cree que se siente descubrir que jamás le interesó saber algo de mí?

—Sé todo de ti, y estoy orgulloso de la mujer en la que te has convertido.

Me dejó sin palabras con lo que acababa de decir, pues pensé que no le importaba ni un poco a él.

—Sé que eres una excelente alumna, que estás optando por becas. Eres inteligente y hermosa.

—Es triste, señor —le dije con pesar—. Aquí estoy frente a usted, padre e hija, y no somos más que un par de desconocidos. Ahora me doy cuenta de que no siento nada, y supongo que a usted le ocurre lo mismo conmigo. No hay nada, ni siquiera rabia, y no importa —Me levanté.

—Había demasiado en juego, y no podía arriesgarlo. Luché y soporté mucho para tener lo que tengo ahora.

—Pues lo felicito. Ojalá haya alcanzado todos sus sueños, señor. Ya veo qué es lo único que le interesa y supongo que mi distancia entre usted y su mundo me hace ver la vida de otra manera. Lamento que sus necesidades y aspiraciones sean tan básicas y que no sea capaz de conocer el amor verdadero ni la libertad de vivir.

—¿Tú qué sabes de mí, Jazmín? —No sonó como un reclamo. Lo dijo con dolor. Se levantó, caminó por la ventana y miró—. Claro que conozco el amor verdadero, y me parece que del tipo más doloroso. Tu mamá es una mujer maravillosa, cariñosa, atenta, inteligente. Es más elegante y educada que casi todas las mujeres que he conocido en mi vida y, como si fuera poco, es hermosa. Su sonrisa es de las más bonitas que he visto jamás, aunque poco la muestra. Es reservada.




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