A mitad de la celebración el duque se dirigió a los asistentes, dentro del majestuoso salón, cientos de damas y caballeros nobles en su mayoría y algunos adinerados que compartia parentesco con la realeza, durante su palabrería Arturo se encontraba al lado de su prometida; la señorita Elizabeth de las Marias Cortijo Aranjuez quien no cesaba en mirarlo pero, el procuraba no devolverle el gesto no le atraía en absoluto, aguardaba impaciente. El duque de Ballester pidió que la pareja se situaran delante de él, la seriedad en su faz vaticinaban lo peor.
—Tengo el honor de presentarles a todos vosotros a los futuros casados y a la vez a mi heredero —pregonó el duque con orgullo.
Aplausios se oyeron al unísono, en ese instante dio pie a su propósito colocándose de frente a ella logrando captar la atención de todos, Amadía imploro al cielo para que no lo hiciera, expectantes creyendo que le dedicaría unas bellas palabras a la que sería su esposa.
—Me complace haber congeniado contigo, Elizabeth incluso superar en gran medida en simpatía, gusto y belleza a muchas damas que tenido la dicha de conocer —la señorita sonreía dichosa—. Por ello me resulta difícil e imposible verla a usted como mi esposa, no siendo merecedora de tal privilegio.
Aquello sonó como eco en todo el lugar llegando a oídos de los invitados, un silencio incomodo se apodero quedando atrás la sonrisa que dibujaba su rostro y sus labios temblando a punto de romper en llanto la joven, se limito a llevarse sus manos a su boca ahogando un chillido.
—¡Que Acabáis de hacer! —exclamó su padre, con profunda molestia enervaba su ira al igual que la vergüenza.
—Lo siento Elizabeth, le llegue apreciar con un cariño único, serie un miserable si le dijera lo contrario.
Los padres de la señorita la consolaron, no comprendían el verdadero motivo. Murmuraciones acompañadas de la embarazosa situación que jamás se dio en generaciones. Arturo prefirió abandonar el salón con completa discreción, le había destruido los sueños a alguien sin embargo, le importaba más los propios, se consideraba un hecho egoísta debía ser asi no había elección.
Tras de si los músicos comenzaron a tocar suaves melodías en un afán tal vez de su familia en quitarle la gravedad de lo acontecido. Su hermana fue en su búsqueda y lo halló apoyaba su cabeza en una de las columnas de mármol que adornaban el palacio.
—Lo hiciste y temo por tu destinó, Arthur —la pesadumbre la embargo, intentando asimilar su actuar.
—Ya esta, he decepcionado a todos —replicó como si se hubiese quitado una carga sobre sus hombros.
—!Quitad lo dicho! Aún puedes enmendar tu falta, recapacita no tendreis otra oportunidad.
—!No lo haré, hermana —dijo firme en su decisión, adoptando una actitud desenfadada.
De pronto su padre irrumpe con vociferos hacia él y en compañía de unos soldados, eso fue inusual verlos dentro del palacio. Se preparo para encararlo y lo que le sobrevenía, Amadía no se iría, aferrándose a su hermano en un intento por protegerlo.
—Retirare Amadia, es una orden —dijo el duque irritado.
—No, padre, ¿que es lo que harás?
—Eso no te incumbe, ¡vete de aquí ahora mismo! —alegó furioso.
—Hazlo Amadia, obedece —aconsejó Arturo, alejándola.
Ella obedecio, con el ceño fruncido y arrastrando sus zapatillas, distanciándose unos centímetros de él.
—Me avergonzaste en frente de la notable concurrencia, acaso, ¿qué pretendes ensuciar mi buen nombre y reputación? explicame porque no puedo tan siquiera entender tu mala conducta rebelde y desagradable.
—¿Desagradable? –una dureza se evidencio en sus ojos grises, que daban una fidedigna prueba del coraje y su aguerrida personalidad —eso es lo que soy, lo he de aceptar y no cambiare de parecer asi que disponga lo que usted considere idóneo.
Se despojo de su saco de finas telas y bordados en hilos de oro, sombrero y peluca, listo para enfrentar su castigo.
—¡Soldados, les ordeno que arresten y conduzcan a mi hijo a las mazmorras de Belcazare!
—¡No, padre! ¿que estáis haciendo? —gritaba Amadia, por lo cual es retenida por los guardias custodios del palacio, impidiendo que avanzara hacia su hermano.
Unio las muñecas de sus manos y le fue puesto los grilletes que pesaban e imcomodaban, acatando su voluntad reduciéndolo al encierro, escoltado con el máximo sigilo por una salida secreta de la propiedad, la jovencita lloraba amargamente arrodillada en el piso no obstante sus lamentos fueron opacados por las piezas musicales que provenían del salón de baile.
Encerrado en una mazmorra sucia sumida en condiciones nada favorables para una persona de su linaje, ni así pensó en pedir clemencia a su padre, sentado sobre una especie de barril las gotas de sudor recorrian su frente a raíz del calor que emergía de aquel sitio.
La puerta de su celda se entre abrió y apareció delante de él un militar de facciones similares a las suyas, cabello rubio algo oscuro, nariz fina muy parecidos como si de algun modo tuvieran parentesco familiar desconocido, excepto sus ojos que eran azules penetrantes, hacian juego con su uniforme en el cual llevaba dos medallas de honor.
—Buenas noches Louis Arthur –refirio el militar con postura recta y en un tono muy formal.
No quiso contestar, su enfado latente le impedia articular palabra.
—Me apena verlo en esta circunstancia tan penosa —mencionó al no tener respuesta de su parte—. Soy el capitán Alexander Schuller.
Finalmente opto por hablar ante su aparente insistencia.
—Usted sabe quien soy yo y la razon de que haya sido reducido a un prisionero —manifestó molesto, sin quitarle los ojos de encima.
—Se quien eres —dijo con firmeza en su voz.
—Entonces, ¿que desea de mi, capitán?
Toma una silla artesanal de madera y cuero y se sienta al revés con los brazos apoyados y cruzados al respaldo de esta, estaba enterado de que el jovencito de sangre azul no le pondria las cosas fáciles.