Tu eres mi destino

CAPÍTULO 7

Los entrenamientos diarios formaron parte de su hábito, Ponteveedra no escatimo en la meta fijada con un mancebo que no rebasaba aún los 20 años, eso no le beneficiaba mucho, buscaba desarrollar en él una madurez y templanza que solo pocos hombres de largo recorrido podrían obtener, Arturo evidenciaba con el pasar de los días sus incuestionables cualidades y aptitudes admirables, perfecciono el manejo de la espada entre otras cosas, sin embargo, había un punto que definiría su camino y posiblemente su destino en el ejército de su majestad. Una mañana soleada en los interiores del cuartel, Ponteveedra entablo una conversación con el muchacho de intelecto superior, al estar sentado junto a un reconocido militar reputado como una eminencia en lo táctico en el campo de batalla, presto atención especial a lo que a continuación le diría.

—Los libros te apasionan, lo sé, le he visto leer cientos de páginas en unas cuantas horas —infirió Ponteveedra arrastrando un par de libracos sobre la mesa.

Su inesperado abordaje lo dejo perplejo sin que pensar o contestarle, creyó que haber sido ignorada su inocultable inclinación por la lectura, esto dio pie a querer hablar.

—Le confieso a usted mi pasión por la literatura y el conocimiento, pero tengo entendido que la carrera militar no es compatible con ello.

—Sabe que no estáis equivocado del todo, un buen soldado o un buen líder debe comprender y asumir una posición neutra en ciertos temas, dar uso a las letras cuando las armas no son la solución —unió sus manos y se apoyó en el borde de la mesa—.  A veces nosotros no determinamos las consecuencias de nuestros actos.

—La inconsciencia es uno de nuestros defectos —pronuncio enseguida Arturo, tomo uno de los ejemplares con curiosidad.

Aquel comentario le agrado a Ponteveedra tenía a su favor a un futuro oficial, era casado y fruto de esa unión tenía dos hermosas hijas que pronto empezarían a fiestas sociales.

—Concuerdo con usted, todos en algún momento erramos está en nuestra naturaleza —guarda silencio.

Arturo cerro el libro y centro su atención de nuevo hacia el regordete general.

—Este libro habla de estrategia —dijo algo confundido.

—¿Que lo tiene pensativo?, ese es mi fuerte, aunque los años me lo han dificultado al igual que formar una familia, se necesita mucho disciplina y carácter para ejecutarla.

—Estaba convencido de que las armas, cañones y miles de soldados pueden lograr una victoria.

—No, no, en eso está completamente fuera de base, si no hay una buena estrategia fracasarás en tu objetivo de ganar la batalla o la guerra, depende de la situación —explico animado—. Lo primero que se debe tener claro es que un batallón de hombres y las mejores armas no definen una victoria, la astucia es la clave.

Partiendo de la insignificante introducción a ese desconocido asunto, fue ideando en su psique cada pormenor que le concedía este general, añadido con los ejemplares voluminosos que pocos o ningún combatiente lograría devorar, se desvelaba noche tras noche, cada línea y párrafo le aportaban sabiduría recorriendo e imaginando que haría en cierta posición. En los recorridos matutinos por los alrededores, Arturo podía comprobar conjeturas y conclusiones que referían los libros, así fue que emergió de las oscuras profundidades del abismo; verse así mismo como alguien insignificante, empoderándose. Permitiendo ser como realmente era, así que no escondería su potencial.

Al volver en plena media noche al cuartel, cansado de tanto cabalgar, había terminado su turno de servicio, se fue despojando de su casaca, de inmediato lavo su cara con agua de una vasija de un improvisado lavabo que ahí se encontraba, noto que el tinte de su cabello volvía a desaparecer a causa del sudor dejando entrever los mechones rubios, se detalló en un pedazo de espejo que guardaba detrás de unos barriles de vino, vio a su pasado otra vez lo que aborrecía de verdad. En ese momento ingreso al pequeño cuarto sin avisar Ponteveedra que no salía de su sorpresa.

—Es usted una cajita de sorpresas.

—Le puedo decir la verdad, general.

Su corazón latía a mil por segundo, no quería que más nadie se enterara de ello.

—¿Por qué ocultar vuestra identidad? —pregunto apacible.

—No intento ocultar nada, lo que quisiera es borrar lo que soy —tiro el trozo de espejo en un barril.

—¿Quién eres?, lo más probable es que odie el color de su cabello o haya otro motivo, no lo juzgaré tendrá sus razones —se sentó encima de una caja de madera que suele ser usada para traer provisiones—. Exijo por lo menos que sea sincero conmigo.

Sin otra opción, no saldría librado de esta si no le revelaba la verdad, saco de uno de sus bolsillos delanteros de sus pantalones, un anillo de oro y se lo coloco en su dedo anular de su mano izquierda.

—Soy el hijo de los duques de Ballester —declaro apesadumbrado—. No elegí serlo y por tal razón no deseo volver a esa vida, ni recibir trato preferencial frente a mis compañeros de regimiento.

Estupefacto intentaba asimilar lo dicho por el joven que ocupaba el cargo de sargento.

—Eso lo explica todo, el motivo de reserva del capitán Schuller —musito Ponteveedra, uniendo en su mente las piezas de un rompecabezas—, lo que me es difícil entender cuál fue la verdadera razón por la que usted ha renunciado a tales privilegios.

Se incorporó y medito la inusitada revelación, Arturo optaba por seguir en el anonimato con extraños, ese gran hombre de botas lustradas y de andar lento, había ganado su confianza durante los pocos meses a su lado.

—Me sentía atrapado en una existencia infeliz, incluso la dicha de tener a mi madre, nada me satisfacía, ya que sabía que debía encauzarme en caminos incógnitos, así qué general me resta decirle que mi secreto está en sus manos.

Por un momento creyó estar perdido, que lo delataría con todos.




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