La tempestad se cernía sobre el territorio ibérico, los enfrentamientos constantes y las crecientes perdidas de soldados debilitaba a batallones enteros, Arturo fue llamado a primera línea de mando de la tropa, ya que Ponteveedra creía fielmente en sus dotes como militar, en este caso la contienda se libraría contra un ejército invicto insaciable de sangre, quien lo lideraba era el brigadier Mareau conocido por decapitar a sus enemigos.
La tarde fría y el cielo con nubarrones vaticinaban una reñida batalla, ocupo su posición montado a caballo con una mano sujetaba las riendas y la otra desenfundo su espada con empuñadura en metal dorado levantándola fue la señal para dar inicio. A una cierta distancia estudiaba cada movimiento del bando contrario, determinando apartarse de sus compañeros, listo para inmiscuirse, pero el grito del General mayor Meléndez a los soldados hizo que reconsiderara sus próximos pasos.
—¡Estáis loco! —vocifero el incrédulo Meléndez ante su proposición—. Dejarles atacar es cederle terreno valioso a esos hijos de puta, nos arrancarán las cabezas.
—Confiad en mí, esto dará buen resultado —calculaba con frialdad su estrategia.
El alcance de los cañones se extendía, caían o eran mutilado su batallón a consecuencia de estos, así fue permitió que avanzaran hasta cierto punto para que creyeran que estaban perdidos, dio con voz fuerte la orden de atacar sin compasión, descendió de su cabalgadura para instruir a los demás. El brigadier Mareau al ver su pronta derrota le pidio a su segundo, el general Dubois que se encargara, esté con su sable bien afilado cabalgo muy cerca del límite y daba muerte a todo a su paso.
—Yo me haré cargo de ese fulano —pronuncio altivo Arturo.
—¡No capitán!, no se exponga de esa manera.
—Debo hacerlo, de ello depende que no falle mi táctica.
Mandaron a un puñado de soldados para que lo escoltaran y no permitieran que fuera herido. Dubois se percató de tal detalle, acelero el andar de su bestia, la artillería francesa arremetió en contra de ellos, aprovecha la oportunidad de acabar con el joven capitán, disfrutaría cegar su existencia, le resultaría fácil ir a su encuentro, a pie se acercó no contando con que Arturo representaría un desafío insuperable desistio de su cabalgadura con la agilidad del acero se enfrentaron, una herida emano profusamente de la pierna de Dubois, colérico porque lo aventajaba siguió mostrando bravura la palabra perdedor no la soportaba.
—¡Te mataré y tu cabeza será mi trofeo! —gruño Dubois exhibiendo su recia personalidad.
Este hombre experimentado con innumerables batallas ganadas, las múltiples medallas en su casaca eran una prueba fidedigna de sus logros.
—A ver si puedes —lo rodeo analizando a su contrincante—. Necesitas más que el valor y la gloria para matarme.
Le lanzaba injurias y el entendía a la perfección por ser poliglota gracias a la educación tan esmerada que tuvo siendo de la realeza, por lo cual intercambiaron comentarios. Se cansó San Lorenzo y quiso en definitiva vencerlo, aquel militar perdía sangre, aún el orgullo inalterado produjo que el mismo optara por dispararse en el pecho con su arma de dotación.
Semejante canallada atestiguó a lo lejos Mareau ordenando la retirada, el júbilo de la victoria se esparció en todo el campo de batalla, a partir de ese suceso lo odiaría eternamente y fijaría un objetivo primordial, dar muerte a Arturo a cualquier precio. Se dedicaba a los quehaceres Maria Luisa decaída, queriendo desaparecer de la faz de la tierra, por ende la cocinera que preparaba la comida quiso indagar el motivo de su notable descontento.
—¿Qué te paso? —pregunto mirándola a la espera de su respuesta.
—A mí no me pasa nada, Rosita a veces nos pintan de mil colores la suerte y en otras no —acomodaba las frutas en una especie de repisa de madera.
—Cuéntame que te dijo la patrona.
—Se va para la España —respondió suspirando—. Yo regresaré a la calle.
—No digas eso, si bien que la patrona está muy encariñada contigo.
—Lo sé, no quisiera irme de aquí, pero ni modo estar en ese lugar sería lo más desagradable para mí.
—Ándale que si eres testaruda Marilu —la llamaban así de cariño todos los demás.
Se pierde en recuerdos de antaño, el fuerte sonido de la cacerola la saca del trance.
—Lo siento, no me fije en lo que decías.
—Otra vez los recuerdos de tu niñez, ¿verdad?
—No precisamente Rosita.
—Adivinaré te acordaste de alguien muy especial.
Una diminuta e inocultable sonrisa porque se le vino la imagen del alferez San Lorenzo, emergió de sus labios carnosos, de inmediato retomo su normal expresión.
—Mírala te brillan los ojitos, a mí no me vas a andar con cuentos si hay una personita en tu corazoncito. —No soy nadie que merezca el interés de un hombre de esos finos, mi raza es un impedimento.
—Eso no es cierto, yo ni simpatizo con los nobles que se creen gran cosa, por el simple hecho de nacer allá.
—Rosita, no debes de decir eso —murmuro—, puede oírte Doña Beatriz o el tal virrey.
Ambas mujeres ríen y bromeaban a diario con los criollos y señoritos de sociedad que abundaban en el virreinato, Maria Luisa mantuvo esa chispa de optimismo, aunque todo se viniera a pique, su temple extrovertido y directo le beneficiaba tanto que contaba con el aprecio de las señoras mestizas casadas con españoles.
Durante varias noches de incansable perseverancia, el ejército que encabezaba el general Ponteveedra buscaba disminuir los auxilios que recibía los franceses, la mayoría del norte sucumbió a su dominio, se oía rumores de que en algunas provincias los habitantes se valentonaron en contra de ellos. Arturo estudiaba minuciosamente sobre una improvisada mesa el mapa de las ubicaciones estratégicas, en colaboración con otros oficiales en medio de la arboleda.
—Si os fijáis bien, en este punto podremos cortarles el paso a los franceses —indico Arturo con un dedo el mencionado plano.