Amadia asistió a un festín en el palacio de Ardoz, un lugar esplendoroso e histórico que databa de siglos, aunque nada acontecía que mereciera la celebración por lo que se refiere a la situación del reino, el tirano se adueñó del poder y los invitados dialogaban discretos aquel asunto, el miedo los tenía presos así como al rey junto a su esposa e hijos.
—Amadia que agrado que estés en medio de nosotros —saludo jovial, el barón de Oliveiro un tipo lo bastante soportable.
—El gusto es mío disfrutar de vuestra presencia, al igual que es mi deber y delicia entablar un breve diálogo con alguien tan educado —refuto meneando con suavidad su abanico de bellos tocados florales con piederia.
Resaltaba y deslumbraba como un diamante su innegable belleza, ella y Arturo eran como dos gotas de agua, heredaron la genética Bávara de su madre, la duquesa. Muy cercano se halló el conde de Palafox con el acompañamiento de su esposa Elizabeth, que admiraban la exquisitez de la decoración, departiendo a gusto con otros miembros notables de la nobleza española. Ella les concedió la palabra a su galante interlocutor, no obstante incómoda con las reprochables miradas, puesto que decidió distanciarse de la corte en desacuerdo con opiniones que prefirió reservarse.
—Tengo noticias de vuestro hermano —declaro Luis Enrique, casi inaudible, bebió un poco de vino.
Esto la saco del hipnotismo del momento y se apresuró con naturalidad para alejarse de la concurrida asistencia. Elizabeth le afectaba oír sobre el descendiente del ducado más antiguo, el único que fue capaz de enamorarla sin hacer esfuerzo en ello, desde que lo vio por primera vez en el baile de los infantes tuvo claro que él sería su esposo, obviamente eso no paso.
—Sigueme por favor, Louis Enrique _dirigiendose con disimulo a una parte del palacio solitario y privado.
La pareja camino tranquila fingiendo hablar de temas monotonos, cruzaron el limite de las habladurias a su espalda. Elizabeth tomo una prudente distancia, conocia las reglas de buen comportamiento como esposa y señora dentro de la familia real.
—Louis Arthur ha sobrevivido a la sangrienta batalla que se lidio hace unos dias —declaro en un tono precavido y emotivo.
—¡Gracias al cielo! —expreso dichosa—, mis oraciones no han sido en vano aun conservo la fe intacta de que algun dia retorne a la realeza.
Sus palabras tenian ese matiz de esperanza, esa misma que muchos de su linaje habian perdido por completo y se abstenian de pronunciar su nombre, como si quisieran borrarlo del legado familiar.
—No os preocupeis es un hgabil e ingenioso militar, quien lo diria que su destino seria tal.
—Ese no era su destino —refuto alterada—. disculpad por mi respuesta, primo.
Procuro mantenerse serena, estaban en un festejo y mil ojos los acechaban.
—No pasa nada, Amadia deberiamos volver podriamos levantar suspicacias en los celebres invitados.
Elizabeth entendio la seña de su marido entrelazando su brazo con el de él, con la frente en alto escondiendo lo lastimado de su corazón y la fragilidad de saber que su unico y verdadero amor. Sentia un cariño y aprecio a su marido. pero no existia ese autentico sentimiento, considerado que el tiempo seria su aliado para que empezara a amarle.
En Sevilla, a puertas de otro inminente desenlace se presentó al cuartel de artilleros con una actitud huraña con un mirar apagado se pondría al tanto de las novedades, el teniente coronel Vicente Arguez que era un militar disciplinado, brillante. Debatía la elección de nuevos reclutas a sus filas, los tiempos revueltos lo orillaron a esto, vio al recién llegado que por supuesto identifico se había echo conocido por librar una de las batallas más reñidas.
—Capitán San Lorenzo ha llegado a buena hora —dijo de buen ánimo aquel individuo pragmático.
—Teniente, espero que mi sorpresiva aparición no le traiga inconvenientes. —Por supuesto que no, es usted bienvenido a mi humilde guarida —dijo jocoso, estrechando su mano y una palmada en su hombro derecho—. Tengo una laboriosa obligación por el bien de la patria, debo seleccionar a los mejores militares que posean ciertas destrezas, vienen tiempos difíciles.
Oír un pronóstico desalentador le ocasionaba una pesadez en su estómago, un sin sabor posiblemente la injusta partida de Pontevedra, y el colmo de que fuese enviado lejos del campo de batalla.
—Es una labor que considero de suma importancia, puedo ayudarle si me lo permite, teniente.
—Sí, seguidme capitán —lo dirigió a un incalculable pasillo exterior que daba como vista el patio central inmenso—, esos que veis ahí abajo formados en línea recta, serán puestos pruebas.
Pensativo Aranguez como internándose en un enredo de ideas.
—¿Acaso hay alguna regla que se deba tener en cuenta?
—Son americanos —pronuncio en baja voz—. No es normal verles luchar en suelo español.
Comprendió Arturo que era un tabú que los americanos o mestizos, manchados por el pecado, tuvieran tal privilegio, el nunca aprobó esa clase de pensamiento pero no intervenía en la ideología o creencia de sus compañeros.
—¿De qué parte de América proceden?
—El virreinato de la Nueva España.
Se acercó un escribano, es decir un oficial que cumplía dicha función con lista de nombres de los recién llegados, el teniente coronel Arguez se sobaba la barbilla, Arturo le quito el papel y leyó con detenimiento sus cargos y especialidades, enseguida fijo un nombre en especial uno de los registrados le evoco un recuerdo recóndito, que cancelo de inmediato, prefería hundirse en la amargura.
—Hay un militar ilustre en esta lista numerosa —menciono Arturo, decidido.
—¿Así? ¿quién es ese militar? —pregunto expectante, Arguez incrédulo ante su afirmación.
—Lo sabrá en un momento, me disculpa usted unos minutos —a pasos agigantados busco al mencionado subalterno que elogio.