Los meses transcurrían con una calma Arturo se convierte en un huésped temporal en la casa de los cañeros, conocedores del árbol genealógico de la realeza y por lo cual guardaban con recelo aquel secreto, conocían la verdadera identidad del joven gallardo de fina estampa que sobresalía por su estatura y modales, lo trataban con cordialidad como otro visitante más para no levantar sospechas.
Estaba en vigencia un plazo, debía retomar su camino hacia el norte, en esos encierros voluntarios sufría desazones con la inutilidad interpuesta, retirarlo del campo de batalla fue humillante e inmerecido, le venía a su mente pequeños fragmentos de anécdotas vivías con el general Pontevedra. Un magnífico maestro en el arte de la guerra, cada enseñanza aprisionada en lo recóndito de su cerebro lo sentenciaba, el patetismo lo consumía.
Comía rara vez, en ocasiones la matriarca de la familia le llevaba los alimentos a su habitación que permanecía en oscuras siempre, temían que pudiera enfermar de gravedad.
Morales hecho raíces en una de las ciudades que crecía considerablemente con casas arquitectónicas envidiables, pudo adquirir una de las casonas centrales de fachada modesta. Su esposa se encontraba en la dulce espera, serían padres, un lunes por la mañana recibió el novohispano Donato una carta que provenía de doña Beatriz Espasso, le colmo un sentimiento de alegría y miedo a la vez.
La tenebrosidad que arropaba la ciudad entera dio la fría pero a la vez calurosa bienvenida a la nueva integrante de la familia Morales, que no dio retraso a la llegada inminente de María Luisa. En esos instantes viajaba con doña Beatriz Espasso, en un carruaje habitual usado para largos y extenuantes trayectos, ella admiraba atenta todo a su paso, sosteniendo con fuerza una cobija gruesa y pesada para soportar la inclemente atmósfera congelada. Sin evitarlo, vio soldados que patrullaban e imaginó que Arturo era uno de ellos, si tan siquiera supiera de él; podría darse por satisfecha y no lucharía en vano por encontrarlo.
En el extremo de la frontera que colindaba con ambas naciones, Dubois afirmaba y vaticinaba su triunfo de tantos fracasos, obtendría una merecida felicitación de Napoleón Bonaparte. Fuera de su camino estaba el capitán San Lorenzo que le dio ferozmente evidencias de ser un excelente estratega e invencible combatiente, supo de fuentes extraoficiales la baja de su contrincante, un error garrafal, admitiría Dubois, pero muy conveniente para su campaña gloriosa contra España. Quería verla caer en ruinas, así emergería un nuevo imperio, el francés.
—Envíe todos los recursos disponibles al mando —ordenó determinante—, no le daré tiempo ni de pensar a nuestros enemigos, ¡muertes al ejército español!
Redactó varios comunicados para que se cumplieran sus órdenes, desaprovechar esos momentos de debilidad del enemigo le serían imperdonables.
—General, con todo respeto, ¿es necesario actuar ahora? —cuestionó impaciente uno de sus fieles camaradas.
—Yo le aseguro que derrotaremos a nuestros opositores en todos los flancos, es ahora o nunca valdrá cada gota de sangre, están acabados —aseveró Dubois con una sonrisa maliciosa, sediento de victoria.
Así se dio el comienzo de otra etapa sangrienta e histórica, masacrar a valiosos militares era su sello característico, además de cortarles la cabeza. Una marca de su total desprecio, se adentraría en suelo ibérico.
Cuando la joven mujer de sencillez a flor de piel pisó la casa de Los Morales, pudo sentir esa entrañable sensación de protección, sonriendo a más no poder Donato al verla, la hizo pasar, dado que mil ojos los observaban. En un lugar donde todo lo manejaban las apariencias.
—Capitán, es una esplendorosa casa la que usted tiene —indicó doña Beatriz, complaciente.
—Favor que me hace su visita, es grato reencontrarse de nuevo con amistades lejanas —dijo Morales, maravillado—. Por favor, siga la invito a una taza de chocolate.
—Gracias por su hospitalidad, capitán, le agradezco de antemano que nos permita pasar la noche en su bello hogar.
—El gusto es mío, somos ya familia, puede usted seguir —le señaló el comedor grande que tenía decorativos tan genuinos como una canasta con frutas aún frescas.
En los interiores de la casona que databa décadas, María Luisa apreciaba con especial detenimiento sus paredes, cuadros de paisajes cálidos e inclusive rozó con las yemas de sus dedos, la suavidad de la madera de una mesita recapitulando las veces que solía corretear en los pasillos siendo una chiquilla.
—¿Te sientes bien? —preguntó doña Cecilia al verla.
—Eh, sí señora, su casa es bien bonita —respondió algo desconcertada.
Sonreía con esa mirada tan normal de ella, se iluminaban sus ojos marrones, transmitiendo esa pureza de corazón. De belleza incuestionable, su único defecto, diría doña Cecilia, era haber nacido mulata, siendo el resultado de una mezcla pecaminosa.
—Quisieras conocer a la bebe—pregunto animada—, estaría encantada de conocerte.
—Eso me gustaría, verla para darle muchos mimos.
—Sígueme, María Luisa — dirigiéndose a otro punto de la casa.
Ahí en su cuna la criatura de apariencia angelical, dormía plácida, protegía por una especie de velo blanco que cubría su camita. Se acercó despacio la veía con una dulzura.
—¿Cuál será su nombre de pila? — inquirió en un susurro para no despertar a la bebe.
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Editado: 17.09.2025