Tras incontables días de distanciamiento de la casa de los Morales, Arturo se ve obligado a volver en contra de su criterio, las docenas de excusas fueron inútiles y el alegato del gobernador en su más reciente congregado, no precisamente le solicitaban frecuentar el hogar de su leal amigo, eran las novedades, muy aparte el silencio lo hundía en un mar de incógnitas frenéticas.
Sin poder escapar de la orden saliente, aconteció que el ministro Ayala; fiel servidor del reino requirió acaecidamente con los principales comandantes de la guarnición al mando de la provincia, Donato por esas fechas había sido encomendado a una visita a Cádiz por lo cual le fue imposible comunicarle la eventualidad.
La mañana fría y tradicional seguía su curso como de costumbre. Arturo caminó hasta la casona del balcón floreado de la calle ventusina, freno su andar vacilando si tal vez lo adecuado sería asistir con el coronel Cavidez, quien le profesaba una cierta rivalidad injustificada y desconociendo el motivo, imploraba al cielo hacerse invisible para María Luisa aunque nada le garantizaba que tendría éxito en ello.
Jaló suave el picaporte de figura rústica en forma de dragón, dio dos toques que bastaron, y la venerable señora Lucía le dio la bienvenida al abrir.
—Anunciaré su visita —dijo Lucía, subiendo las escalinatas que daban a las habitaciones superiores.
—Se lo agradezco —se retiró su bicornio que combinaba a la perfección con su flamante uniforme.
El joven de facciones atractivas capto como una lupa cada cuadro que ocupaban las paredes del recibidor, le gustaba el arte en toda su expresión por causa de esa privilegiada infancia, en conclusión haber sido parte de la familia real y que el monarca era su primo, anteriormente prefería a su tío el rey Carlos IV, sus maestros le enseñaron esas primeras clases de pintura en el palacio.
—Veo que te quedaste anonadado con mis preciados cuadros —manifestó Donato en tono burlesco—, ven sube.
—Sabía usted que los grandes pensadores tenían un favoritismo por el arte —dijo Arturo mientras subía energico las escaleras.
—Gran dato que me diste, mi amigo, eres uno, ellos no hay duda —se abrazan con camaradería—. ¿Me extraño, mi general?
—Digamos que sí, ¿cómo le fue en su odisea, capitán?
Deja su bicornio en una mesita cercana.
—De maravilla, con decirte que me tendrán en cuenta en la lista de posibles candidatos a un nuevo ascenso —mencionó emocionado, su acento evidenciaba su procedencia de tierras lejanas—. Has venido y no precisamente a verme, ¿qué te traes?
Le causaba gracia a Arturo, su manera de hablar tan directa y franca, sentía un fuerte aprecio hacia el capitán.
—Adivino usted, nada se le escapa —repara un momento en su alrededor—. Es de mi total agrado requerir de su presencia a una importante junta de índole militar.
Esto le llena de felicidad, y siempre había querido atestiguar las más relevantes acciones que se tomaban en esas juntas. Por tener un rango de bajo perfil, lo consideraban un simple servidor de la corona.
—Bueno, si es así, iré a hacerle compañía, mi general —saca de uno de los gabinetes del mostrador una vitela— te enviaron esto.
Reconoció de inmediato a su remitente nombrando mentalmente a Schuller. Esto era posible considerando que no se permitía radicarse en un solo lugar, al parecer, habría unos cambios por parte de la junta de Cádiz.
—Gracias, capitán —respondió a lo que leía el principio de la misiva.
—¿Malas noticias? Por su expresión parece de suma importancia.
—No, se trata de asuntos extraoficiales, ¿cómo está la pequeña Paloma?
—Está bien grande, deberías verla y María Luisa no está aquí —inquirió sonriendo.
—¿Qué? ¿Por qué lo dice usted? —preguntó incómodo.
—Ven conmigo —le da una palmada en el hombro.
—Solo por esta vez le seguiré.
Pasaron unos breves minutos eternos para que sucediera lo que Arturo evitó toda una semana. Oyó pisadas que iban en acelere, enseguida quedó solo con la niña que se introducía sus deditos en su boca sentada en su cuna, él estaba encantado con verla.
—A usted, señorita, le dieron un hermoso nombre —le dijo empalagado de ternura a la infanta que le respondía con balbuceos.
—Gracias, ¿verdad que es relindo ese nombre?
Esa melodiosa voz que transmitía dulzura le erizó la piel, palideció al darse cuenta a quién pertenecía, le apeteció salir pronto de la habitación. Donato, al verlo, optó por iniciar una charla que, a juicio del general, era inoportuna. María Luisa cargó a paloma en sus brazos para después volver a colocarla en su cuna.
—¿Eres igual a ellos? —interrogó, inapetente, la fémina de espíritu salvaje.
—¿Qué me quiso decir usted?
La tensión se acumulaba en el ambiente, lo pudo detectar Donato.
—No le preste atención, general —dijo lanzándole una mirada de desaprobación a María Luisa—, a veces es imprudente, pero es nuestra más servicial ayudante.
—Entiendo que mis camaradas no son precisamente unos angelitos —mirándola con detenimiento al responderle.
#3760 en Novela romántica
#1288 en Otros
#248 en Novela histórica
amor traicion dolor, realeza española, romance guerra militar
Editado: 26.11.2025