Señor Nadie
—¿Para qué quieres ver mis zapatos? —pregunto a Asya con curiosidad sincera.
—Por nada.
—Bueno, vale… —el coche avanza despacio por una calle casi desierta. Levanto un poco la pierna, me inclino y me quito un loafer de ante. Lo levanto y lo muestro, estirando el brazo por la ventanilla del copiloto, casi sacándolo del todo para que la chica lo vea bien.
—Ah, sí… eran esos, ya me acordé —confirma ella con un gesto de cabeza.
—Pues si ya me has reconocido —situación curiosa, es la primera vez en mi vida que me identifican por los zapatos—, súbete —digo en voz alta mientras me calzo de nuevo sobre la marcha.
—No, gracias. No voy a subir.
—¿Por qué? —pregunto sorprendido—. ¿Entonces para qué hice todo este numerito con el zapato?
—No lo sé. Yo lo pedí, usted lo hizo… nada ilegal.
—Pero si de todas formas no pensabas subirte a mi coche, ¿para qué esa prueba? —hace apenas unos minutos me sentía agotado, pero ahora, con este interés repentino y el juego de “a ver quién puede más”, me ha entrado un segundo aire.
—Ahora sé que usted no es un maníaco cualquiera que ofrece llevar a chicas indefensas, sino alguien que lleva unos mocasines que me resultan familiares.
—Son loafers —la corrijo.
—Lo recordaré. Buscaré en Google en mi tiempo libre cuál es la diferencia entre loafers y mocasines.
—Entonces, ¿por qué no quieres subirte al coche?
—Porque ya he llegado —responde Asya. Hace un gesto de despedida con la mano y gira bruscamente hacia un pasaje que conecta dos bloques de cinco plantas. El patio, por lo que entiendo, está formado por tres edificios y separado por un muro de bloques de hormigón de una pequeña plaza. Acabo de pasar por allí, siguiéndola despacio con el coche. Resulta que vive a cinco minutos andando del trabajo. Muy cómodo. En una gran ciudad, eso es una suerte rarísima.
Me quedo frente al arco y no me decido a seguir. En realidad, yo debería ir a otro barrio, el llamado “Nuevo”. Está bastante más lejos del centro, donde vive Asya. Solo que, aparte del nombre “Centro”, no tiene ninguna ventaja: a pocos kilómetros están las dos fábricas y el olor es insoportable, con humo grisáceo envolviendo la ciudad en una bruma nada misteriosa.
Pongo el intermitente y giro hacia el arco. ¿Qué me mueve? ¿Interés? ¿Ganas de comprobar si de verdad vive en ese edificio o si solo se metió allí para librarse de mí? Simplemente lo hago… sin explicación.
En cuanto entro en el patio, la veo en el primer portal, sentada en un banco viejo, sin pintura desde hace años.
Freno justo delante de ella.
—¿No sería mejor aceptar mi oferta en lugar de andar por los patios a estas horas? —pregunto frunciendo el ceño—. Sube al coche.
—Me precipité al borrarle de la lista de maníacos —me mira Asya de reojo.
—Déjame llevarte a casa y ya está. Hoy haré una buena acción y hasta mañana estaré completamente libre.
—¿Tiene un contador de buenas acciones? —pregunta con cautela.
—Claro, mis acciones de bondad son limitadas. Cuando me paso, la gente enseguida piensa que eres un pardillo, se acostumbran y empiezan a explotarte sin remordimientos.
—Pues le voy a decepcionar: no va a sumar un punto conmigo —dice Asya, cruzando las piernas.
—¿Porque…? —hago un gesto con la mano, dándole la oportunidad de continuar. No me gusta pensar por los demás. Y ya estoy haciendo algo inédito para mí: convencer a alguien. Hace un año y tres meses que dejé de hacerlo.
—Porque… —sigue Asya— este es de verdad mi portal y mi casa.
No entiendo nada. Apago el motor y salgo del coche. Levanto la vista y examino el edificio. Una típica finca de cinco plantas, bastante deteriorada…
Me acerco y la observo. Ella, sentada en ese banco miserable, parece una reina en su trono. ¿De dónde le viene tanta gracia, elegancia, delicadeza…? Mi madre daría lo que fuera por tener una bailarina así.
Sacudo la cabeza, apartando pensamientos inútiles.
La estudio, y ella me estudia a mí.
—¿Y qué haces aquí sentada? ¿No estás cansada del trabajo?
—Quería tomar un poco de aire, siempre encerrada dentro…
—Ya… —me siento a su lado en el banco—. El aire aquí es de primera, pura frescura de montaña.
—Es lo que hay, no traen otro —responde. Giro la cabeza hacia ella. Nuestros rostros están muy cerca. Lo que antes ocultaba la mala luz del restaurante y el amanecer, ahora se ve con claridad.
La chica es realmente guapa. Piel aterciopelada, labios carnosos, nariz delicada y… esos ojos azules con el contraste de su pelo castaño. Una belleza.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —me mira con el mismo interés.
—Dispara —me recuesto, cruzo la pierna y apoyo el brazo en el respaldo del banco.
—¿Usted es ese tipo terrible y espantoso con el que nos asustó el director en la reunión?
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diferencia de edad, protagonista dominante, protagonista inocente
Editado: 07.11.2025