Tu Nadie

Сapítulo 33.

Timur

Y entonces… cayó encima una tropa de súper abogados, economistas, financieros, y empezó el trabajo de preparación para la venta de los complejos de ocio restantes.

A mí este proceso siempre me llevaba una eternidad, pero esos tipos se encargaron de los nueve en apenas una semana. Eso sí que es trabajo en equipo…

El precio se acordó rápido.

El trato se cerró.

Y aquí estoy, en la escalinata de la notaría, donde acabo de despedirme de un negocio que construí durante años. Por un lado, me pesa la culpa: no haberlo defendido, haber perdido el interés, haberme cansado… Pero por otro, siento que era solo la primera parte del pasado de la que debía librarme, porque sin soltarla no habrá futuro.

El siguiente paso es el divorcio. Solo pensarlo me pincha por dentro con agujas diminutas, un sentimiento desconocido me oprime el pecho y no me deja respirar a pleno pulmón…

—Bueno, ¿ya pensaste dónde invertirás el dinero? —escucho detrás la voz de Yaroslav Konstantínovich. Salió después, quizá creyendo que lo esperaba, que había cambiado de idea o quería compartir planes de futuro.

—Todavía no lo he pensado —mi bolsillo vibra, saco el teléfono—. Disculpe, es una llamada importante, asuntos familiares.

Yaroslav dice algo, pero ya no lo escucho. Atiendo:

—Sí, Igor Ivanovich, lo escucho.

—Perdón, Timur Olegovich, no logré comunicarme con usted esta mañana, luego me enredé con cosas, pensé que ya se lo había dicho la madre de Taisia, pero resulta que tampoco lo hizo…

Por dentro me hielo. No quiero oír lo que está a punto de decir. Necesito tiempo, estoy al límite. Desde que regresé a la ciudad no he hecho más que correr y resolver problemas. Necesito aunque sea un minuto de respiro, de lo contrario yo mismo le pediré a Taia que se haga a un lado en la cama para acostarme junto a ella, y exigiré a la enfermera un frasco de pastillas más fuertes.

—¿Qué pasó? —mi tono suena demasiado trágico, y mis pensamientos son aún peores… no me enorgullecen. ¿De verdad espero que me diga que Taia ha muerto? No, eso no está bien. No soy un santo, pero desear la muerte de alguien con quien, aunque poco, fui feliz, a quien amé, con quien soñé y planeé… es cruel.

Pero ese desenlace lo resolvería todo. Quizá soy un egoísta de mierda que espera salir limpio del agua sin mancharse las manos. Y todo encajaría perfecto… y Asya nunca sabría nada.

—Taísia está en el hospital. —Si está en el hospital, significa que está viva. Duele caer de las nubes al suelo… siento una oleada tardía de ansiedad, miedo, horror… todo a la vez, como si me cubriera una ola del Ártico. Así no se puede… así no se vive. Esto es autodestrucción. Estoy degradando: Taia me ha atravesado con un arpón, me causa un dolor inmenso y me arrastra al fondo, a un abismo donde no penetra ni un rayo de luz. Soy como un pez monstruoso que vaga en la oscuridad. No, antes de Taia no era un tipo sonriente y simpático que amaba a la gente y al mundo, pero al menos era nor-mal. Ahora soy un hombre perdido, a la deriva como basura en la corriente. Y la pregunta es: “¿Cuánto falta para que me hunda?”.

No escucho todo su relato, lo interrumpo antes del final y pregunto:

—¿En qué hospital?

—En el número diecisiete, en la calle Koroliova.

—Voy enseguida, allí me lo cuenta todo.

Me giro: Yaroslav sigue de pie, sin moverse.

—¿Problemas? —no sé si se alegra o si compadece. Ni siquiera sé cuánto alcanzó a oír.

—Asuntos familiares. Mi esposa ha ingresado en el hospital. —No tiene sentido contestar con brusquedad, nos separamos en paz, sería tonto estropear la relación.

—Pero ella ya estaba en un hospital, ¿no?

—En uno normal. Qué pasó exactamente no lo sé, estaba como en una campana de cristal, no escuché nada. Ahora iré y lo averiguaré.

—¿Quieres que te dé un chofer, por si acaso…?

—No, gracias, voy solo. —Hago un gesto con la mano, me doy la vuelta y voy al coche.

Entro en urgencias.

—Buenas tardes, ¿trajeron a Nikíforova Taísia Lvovna? ¿En qué sala está? —La recepcionista revisa en el ordenador.

—Cuarto piso, habitación diez.

—Gracias. —Me dirijo al ascensor.

Al salir en el cuarto, me topo con Igor Ivanovich.

—De nuevo, buenas tardes —le digo, y lo llevo aparte, a la zona de espera—. Cuénteme.

—Un nuevo intento suicida… Claro, fue culpa nuestra por no vigilarla…

—¿Cómo ocurrió?

—Taísia robó un paquete de fenobarbital. En dosis pequeñas calma el sistema nervioso central, combate el insomnio, la depresión, la ansiedad…

—¿Y en grandes?

—El fenobarbital es un barbitúrico que provoca broncoespasmo, a veces mortal.

—Pero en este caso todo salió bien, está viva y estable. —¿Acaso en mi voz se coló de nuevo la decepción?

—Creo que Taísia no quiere morir. Solo que… sí, de una manera extraña, busca recordarle a todos su existencia. Tomó una dosis bastante grande, pero en cuanto sintió el empeoramiento, llamó a la enfermera y confesó lo que había hecho. Nosotros no tenemos licencia para ese tipo de procedimientos, solo tratamos… la mente. Así que, según el protocolo, llamamos a emergencias. Le hicieron un lavado, ahora está con suero. En un par de días volverá a estar bajo observación.




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