Asya
El inicio de junio resultó sofocante.
Hoy no me salva ni el aire acondicionado del coche, ni las gruesas paredes de la universidad, ni el fino vestido de lino. Me derrito como un helado, pronto me esparciré por el suelo.
Tras rendir el último examen de Literatura Inglesa, cierro mi libreta de calificaciones y bajo: afuera debería estar esperándome Timur. El tercer curso ha quedado atrás. Para algunos empiezan las vacaciones, pero yo vivo cada día en la espera del parto.
Empujo la pesada puerta de madera y de inmediato me envuelve el horno. El sol quema como si fuera pleno verano. Siento que el aire, al entrar en los pulmones, los abrasa.
Lanzo una mirada rápida al aparcamiento: no veo el coche de Timur.
—Oh, no, este infierno no es para mí —murmuro, y vuelvo a esconderme tras la puerta del instituto. Mejor lo espero en el vestíbulo.
Saco el teléfono y lo llamo.
—Hola, ¿dónde estás? —de fondo escucho bocinas de coches.
—En un atasco, maldita sea. Sospecho que hubo un accidente más adelante. Pero intentaré pasar…
—Te esperaré en el vestíbulo del edificio principal, aquí al menos hace más fresco que en la calle…
—Entendido, voy. ¡Vamos, muévete! —sé que lo último no iba dirigido a mí, así que cuelgo.
Me siento en un cómodo sofá, estiro las piernas y me pongo a observar a la gente. Poco a poco, los pensamientos, enganchándose a los detalles, me arrastran de nuevo al frío invierno.
Timur entró en la clínica, y yo fui hacia el coche. Dentro de mí luchaban dos deseos: el primero, quedarme quieta, no moverme; el segundo, correr a toda prisa para ver con mis propios ojos a su esposa. Sí, ganó la curiosidad. Salí del coche y avancé lentamente hacia la entrada. Con cada paso me sentía incómoda… como si me metiera en un asunto que no era mío. Lo entendía, y aun así seguía. Me detuve frente a la puerta, levanté la cabeza y miré hacia arriba, como esperando una señal.
De pronto, una mano se posa sobre mi hombro. Me sobresalto y, con un movimiento brusco, me aparto, sacudiendo la mano del desconocido. Por suerte no grité a todo pulmón…
—Caramba —detrás de mí estaba un hombre de unos cincuenta años. Sobre los hombros llevaba una chaqueta acolchada, y debajo, una bata blanca con una placa que lo identificaba como el jefe del departamento femenino: Igor Ivanovich.
—Perdón, no era contra usted… solo me asusté.
—Ya lo entendí —sonríe amablemente, asintiendo a mi saludo—. ¿Ha venido a ver a alguien?
—Eh… sí, solo que no exactamente yo… sino mi… —iba a soltar “novio”, pero de Timur poco tiene de chico, más bien es un hombre hecho y derecho. Y si lo presento como mi pareja… ¿y si lo conoce, y a su esposa también? Sería incómodo—. Conocido.
—Aaaah… —alarga con intención el médico—. Me atrevo a suponer que vino con Timurov Olegovich. —Mis ojos se agrandan solos—. No se sorprenda, sé qué coche conduce… y es difícil no verlo en un aparcamiento vacío.
—Entiendo. Me llamo Asya… —le tiendo la mano con timidez.
—Y yo, Igor Ivanovich —toma mi mano helada y la aprieta suavemente—. ¿Por qué no entras? —señala con la barbilla la puerta de entrada.
—Me da miedo… —me encojo de hombros.
—Hagamos algo: entraremos de modo que nadie te vea —entrecierra los ojos con picardía, me pone la mano en el hombro y me guía hacia dentro.
—¿Y acaso está bien escuchar a escondidas?
—Si quieres, lo reformulo en términos científicos… el sentido cambia, y el trasfondo deja de sonar mal. A veces, para comprender, uno necesita la verdad… ¿y cómo conocerla si no se profundiza en los detalles y matices?
No hay cómo discutirle. Así que camino en silencio, procurando no llamar la atención. Subimos en el ascensor hasta el cuarto piso. Él sigue guiándome, sujetándome por el hombro, como temiendo que huya. No veo a Timur… y el pasillo está casi vacío, solo un gigantón de pie junto a una puerta en medio del corredor.
Procuro no mirar a los lados, solo a mis pies. Sé que tras esas puertas cerradas hay personas… extrañas, perdidas, enfermas… No quiero mirarlas a los ojos, me da miedo, porque podría ver en ellos cualquier cosa: locura, dolor infinito, desesperación, arrepentimiento… Soy demasiado impresionable para dejar que todo eso me atraviese.
Lo más curioso es que nos detenemos justo frente a la puerta donde está el gigantón.
—Nos quedaremos contigo, Misha, junto con Asya —le avisa Igor Ivanovich dándole una palmada en el hombro. Él solo asiente y se aparta un paso.
—No quiero saber su nombre ni cómo se ve —murmuro apenas audible—, solo necesito saber que no siente nada por él. Me apoyo contra la pared, justo al lado de la puerta. La conversación se escucha perfectamente, pero intento captar solo las palabras que me conciernen.
—Créeme, en todo el tiempo que ha estado en la clínica, ni una sola vez le ha dicho una palabra amable. Es complicada, egocéntrica, egoísta y rota, pero no por Timur, sino por otra persona…
De pronto, la voz de Timur suena muy cerca. Entiendo que está justo detrás de la puerta.
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diferencia de edad, protagonista dominante, protagonista inocente
Editado: 15.12.2025