DOS veces a la semana tocaba educación física, la materia que cualquiera podía pasar con el diez asegurado.
Bueno… cualquiera excepto Manuel y yo…
Manuel y yo éramos increíblemente malos en deportes, cada vez que nos pedían patear un balón fallábamos y cuando lo lográbamos metíamos autogoles que sólo nosotros celebrábamos. Al profesor Javier no le interesaba mucho nuestro avance, de hecho, no le interesaba el de nadie. Lo único que hacía era darnos instrucciones de lo que teníamos qué hacer, luego se sentaba a comer su barra de chocolate muy cómodamente en la banca viéndonos sufrir.
Un día el profesor nos sentó a todos alrededor de él y nos dijo:
–Niños. Hoy es un gran día para… ¡Jugar beisbol! ¡Hagan equipos y comiencen!
–¡¿QUÉ?! – Exclamé
–¿Por qué se extraña tanto, Robles? ¡Se supone que ya debe saber cómo se juega! ¿Alguien más que no sepa los conceptos y reglas de este deporte?
Manuel levantó la mano. La expresión del profesor cambió drásticamente y nos dijo a gritos: –¡Par de ignorantes! ¡Ahora mismo se me van a la biblioteca a buscar un libro que contenga las reglas principales del beisbol y cuidadito donde vuelvan sin habérselas aprendido!
Como dos gatos salpicados con agua fría salimos disparados a la biblioteca, no sin antes habernos tropezado con todo el material alrededor de la cancha.
Llegando a la biblioteca Manuel y yo le preguntamos a la señorita Argelia acerca de los libros de deportes. Sin levantar la vista de su libro nos señaló una pequeña esquina en donde estaban todos los libros viejos arrumbados. Buscando como locos por fin pudimos encontrar el indicado. “El beisbol y su concepto”.
–Creo que esto nos servirá–Dijo Manuel aliviado.
–Sí…Pero debemos apurarnos.
Pasaron veinte minutos y las reglas se nos hacían un poco raras conforme íbamos leyendo más.
–Aquí dice que debemos de botar el balón y anotar en la canasta…
–¿Qué canasta?
–Si tú no sabes yo menos, Manuel, pero más vale no cuestionar el libro.
Levantándonos de nuestros asientos dimos las gracias y pedimos permiso para llevarnos el libro. Manuel y yo ya nos sentíamos profesionales, sabíamos las reglas al derecho y al revés, lo mejor de todo era que el profesor se iba a tener que guardar sus regaños para él y su enorme panza redonda. Estábamos tan metidos en nuestros pensamientos que no escuchamos que el profesor nos llamaba: –¡Robles, Mendoza! ¡Vengan para acá, les toca batear!
–¿Batear? Hmm…Tal vez sea sinónimo de botar– pensé y fui a donde me indicó el profesor.
–Agarra el bate–Me susurró mi compañero Rodríguez.
–¿El bate? Yo no necesito eso. Botaré la pelota y se la pasaré a Manuel–Le dije.
Me aventaron la pelota y comencé a botarla, pero estaba muy chica y sólida como para que rebotara. Algunos de mis compañeros se veían confundidos y detrás de ellos explotaban risitas que con el tiempo iban incrementando. No hice caso a las burlas, tampoco a las miradas y le pasé la pelota a Manuel quien la recibió muy atento. Ya íbamos a llegar a la canasta cuando el profesor Javier nos interrumpió:
–¡¿PERO QUÉ RAYOS ESTÁN HACIENDO?!
–¡Jugando beisbol! –Dijimos Manuel y yo al mismo tiempo.
–¡Lo que ustedes dos están jugando es básquetbol o alguna extraña mutación de este deporte! ¡Déjenme ver ese libro!
Manuel y yo le entregamos el libro. El profesor nos lo arrebató de las manos y mientras lo hojeaba se echó a reír y luego a llorar. Estábamos muy confundidos. Durante tres minutos todo fue silencio, hasta que el profesor por fin dijo algo:
–¡Todos aquí en la escuela sabemos que este libro tiene la portada intercambiada! El libro de básquetbol tiene la portada de beisbol y viceversa. ¿Cómo es que no se dieron cuenta?
Queríamos que nos tragara la tierra. Quedamos como ignorantes tratando de botar una pelota que ni siquiera estaba hecha para eso y lo peor de todo es que no le hice caso a Rodríguez, si le hubiera hecho caso hubiera evitado hacer el segundo ridículo más grande del año.
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Editado: 06.05.2021