MI hermana y yo íbamos de regreso a casa cuando escuchamos piar a alguien. Nos acercamos al árbol de donde parecía venir el sonido, pero no había nada. Busqué bajo los arbustos, las bancas y las flores hasta encontrar a un pajarito bebé que temblaba de frío.
–Hay que llevárnoslo–Dijo mi hermana.
–¿Pero en donde lo pondríamos? ¿Qué tal si se asusta?
–Estará bien. ¡Vamos!
Claudia agarró con mucho cuidado al pajarito y lo envolvió con su mascada para que parara de temblar. El animalito pronto se quedó dormido en sus manos y en todo el trayecto no despertó.
Al llegar a casa le pedimos a la abuela una caja de zapatos sin tapa para que no se sintiera enjaulado.
–¿Para qué quieren una caja? Me temo que sólo tenemos la de las medicinas.
–Es para un pajarito herido que encontramos en la calle. Y sí. ¡La caja es perfecta, abu! Sólo que le cortaremos la tapa.
–Sí, m’ija. Lo que necesiten.
–Tú hazle un pequeño nido con papel higiénico, Miguelito.
–¿Y cómo hago eso?
–Sólo enróllalo en tu mano y dale forma.
Ya teníamos todo listo. La caja, el nido, el agua y el alpiste que nos había dado la abuela. Colocamos al pequeño dentro de su nido y volvió a acurrucarse.
Llegó el abuelo y al ver al pájaro inmediatamente fue a la cocina en donde estábamos comiendo, estaba a punto de tomar mi agua cuando me sacó de una oreja y comenzó a gritarme:
–¡Miguel Robles Medina! ¡Dígame ahora mismo que hace un ave metida en la caja de las medicinas y en medio del pasillo! ¡Me rehúso a que mi casa sea convertida en un zoológico!
–Es un pajarito herido, Alejandro. Es inofensivo. Tan sólo, déjalo quedarse por tres días…
–Está bien, hoy me siento generoso, Conchita. Se pueden quedar con él hasta que mejore.
–¡Gracias, abuelo! ¡Gracias! –Le dije.
El abuelo roló sus ojos y se dirigió a su dormitorio. Yo volví al comedor para terminar mi guisado y el agua que por culpa del jalón de orejas no había logrado saborear.
Volviendo de clases, siempre alimentamos y le limpiamos la caja al pajarillo. El abuelo nos prohibió nombrarlo, pero aun así mi hermana lo llamó Pío.
Llegó el fin de semana. La abuela se encontraba tejiendo en su silla mecedora, el abuelo leía revistas en su hamaca, Claudia lavaba los trastes y yo jugaba con mi cubo Rubik. De repente escuchamos un aleteo seguido de un golpe muy leve. Claudia y yo fuimos a revisar. Encontramos a Pío en el piso, ansioso por volar. Llamamos a la abuela, quien le ofreció un dedo para que se pudiera posar en el y así sacarlo a la calle para que pudiese volar en libertad. Abrió la ventana de la sala, salió al balcón y cariñosamente sacó a Pío para que pudiera volar. Pío nos volteó a ver a todos en señal de agradecimiento y en un abrir y cerrar de ojos se fue para siempre. Desde ese día mi abuela siempre dejó boronas de pan afuera en el barandal del balcón por si algún día Pío deseara regresar.
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Editado: 06.05.2021