Un amigo extraordinario

La pelota

MANUEL, Rodríguez y yo jugábamos en la calle a la pelota cuando en un descuido Manuel pateó mal y se fue directito al patio de la vecina Griselda.

–¡Chispas! ¿Y ahora qué hacemos? –Dijo Manuel preocupado.

–Más bien qué harás tú, porque yo ni de broma me meto con la vecina Griselda. – respondió Rodríguez un poco alterado.

La vecina Griselda era una señora de sesenta y dos años, pero eso no le quitaba su rudeza única. Ella no tenía esposo, sino que tenía un perro llamado Garras. El perro siempre se encargaba de ponchar los balones o pelotas que llegaban a su territorio y la señora Griselda se encargaba de aterrorizar a los niños que volaban cualquier juguete u objeto a su patio. Esta situación ya nos había pasado, los balones que entraban ya nunca salían.

–Debemos idear un plan. Esa pelota es el único regalo que mi papá me ha dado en toda la vida. No lo puedo perder…

–¡Oh, vamos, Rodríguez! ¡Si entramos ahí es muerte segura! ¡La vida es más importante que una pelota!

–¡No es cualquier pelota, Manuel!

–¡Basta! Idearemos una forma para sacarla. Iré yo si es necesario.

–¿Qué propones, Miguelito?

–Hmm… Pues, la señora Griselda saca a pasear a Garras a las seis de la tarde. Podríamos brincarnos su reja y así sacar la pelota. Espero no demorarnos tanto.

Llegando las seis de la tarde nos escabullimos al patio de la vecina Griselda. Un poco miedosos nos saltamos la barda con la que se protegía el jardín. Los tres caímos dolorosamente al suelo, uno tras otro sin poder pararnos.

–¡Quítate de encima, Miguelito! ¡Me aplastas!

–Perdón, Rodríguez, pero para poderme quitar necesito que Manuel se quite primero.

Los tres encimados parecíamos un nudo muy difícil de deshacer. El pie de Manuel estaba en mi boca, el brazo de Rodríguez en el hombro de Manuel y mi pierna en la cara de Rodríguez. Superando este ligero contratiempo echamos un vistazo alrededor, pero no había rastro de las pelotas perdidas, de pronto, noté que la puerta trasera de la bodega estaba emparejada, muy llena de todas las pelotas y juguetes que ahora pertenecían a Garras. Les avisé a los muchachos y nos pusimos a buscar como locos entre las pelotas ponchadas y mordisqueadas.

–¡Aquí está mi pelota! –Gritó Rodríguez emocionado.

–¡Qué bien! Ahora, salgamos de aquí– Dijo Manuel.

Empujé la puerta, pero no se abrió. La empujé más fuerte, sin embargo, fue inútil. El viento la había cerrado con fuerza y por lo tanto no podíamos salir. Estábamos atrapados.

–¡Soy muy joven para ir a la cárcel!

–¡Eso es lo de menos, Rodríguez! ¡No falta mucho para que lleguen! ¡El perro nos va a oler y será nuestro final!

–¡Rodríguez! ¡Manuel! Tranquilos. Hay que escondernos bien para no ser croquetas de perro ¡Y corran porque ya vienen!

Rodríguez y yo nos escondimos en dos botes de basura que afortunadamente estaban vacíos, Manuel se escondió atrás de la caja de la aspiradora, todos conteniendo el aliento. Escuchamos al perro meterse a la casa y consecuentemente salir al jardín. Garras empezó a oler la puerta y a gruñir por lo que no tardó en llamar la atención de la señora Griselda.

–¿Qué pasa mi Garritas? ¿Algún intruso al que quieras destrozar?

La señora Griselda abrió lentamente la puerta, caminó silenciosa por la bodeguita hasta que descubrió a Manuel.

–¡Niño condenado, me las vas a pagar! ¡Iremos con tus padres ahora mismo!

La señora Griselda salió de la bodega furiosa, azotando la puerta. Garras le siguió el paso al mismo tiempo en que mordisqueaba con fuerza el zapato de Manuel. Gracias al sacrificio accidental de Manuel pudimos salir de aquella aterradora casa sin un rasguño, listos para no volver a jugar cerca de la vecina Griselda jamás.




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