Un amigo extraordinario

El callejón

TODO comenzó en una tranquila tarde del viernes, cuando mi abuelita se disponía a hacer enmoladas para la comida.

–Abue, ¿ya casi está la comida?

–Espera, Miguelito, sólo sacaré las… ¡No hay tortillas!

–Si quieres yo puedo ir, abue.

–Bien, pero ve rápido y no te distraigas, recuerda que si se te hace de noche ese callejón por el que siempre pasamos se puede hacer más peligroso aún.

–Sí, abue, estaré aquí antes de que mi abuelo se pueda tronar y componer bien la espalda.

–¡Ya te oí, niño! –Refunfuñó el abuelo.

Así fue como me dispuse a ir tras las tortillas, sin ninguna cosa que me pudiera desenfocar de mi meta, o bueno, eso pensaba hasta que Rodríguez y Manuel aparecieron al doblar la esquina.

–¡Qué onda, Mike! ¿Qué andas haciendo por acá?

–Hola, Rodri, pues ya ves, la abuela me mandó por tortillas, las voy a comprar a la tiendita.

–¡Uy, Mike! Nosotros acabamos de ir allí por unas barras de chocolate, Don Omar no nos recibió que porqué se le acabaron los productos.

–¡Ay, no puede ser! Y ahora, ¿qué hago?

–Pues hay otra tienda como a cinco cuadras de aquí.

–Bueno, ¡gracias!

–¿No quieres que te acompañemos?

–No, gracias, no creo que demore tanto.

Una vez más, mi percepción era la equivocada, pues al llegar ahí había una gran fila en la que me estuve por 2 horas. Cuando por fin llegué al mostrador y pedí lo que mi abuela me había indicado, el señor que atendía se desapareció por 30 minutos, volvió para decirme que lo que estaba buscando ya se había acabado y que el camión surtidor llegaría hasta mañana.

–¡Demonios, lo que faltaba! – Pensé y salí de la tienda en busca de otra.

Llevaba ya vagando por más de dos horas sin encontrar una sola tienda, de seguro mi abuela se preocuparía, sin embargo, me reanimé al ver una luz que provenía de una tienda de abarrotes que resaltaba en la calle oscura. Apenas iba a poner un pie dentro de aquella sagrada tiendita cuando el dueño casi me lo aplasta con la cortina que se usa para cerrar locales.

–¡Ya está cerrado, niño!

–Por favor, déjeme comprar tan sólo un kilo de tortillas…

–¿Tortillas? ¡Ja! Pierdes tu tiempo, niño. Ese hombre que va allá se acaba de llevar el último kilo que quedaba.

Sin dudar ni un segundo, me eché a correr detrás del hombre, quien parecía no haber notado mi presencia aún.

–¡Señor! –Dije jadeando. –¡Le compro su kilo de tortillas!

–¡Oh, no! ¡Ni lo pienses, niño, he estado buscando toda la tarde como para dárselas a un chico que ni siquiera conozco!

–¡Por favor, señor! ¡Le daré trecientos! – Dije con desesperación, sabiendo que no tenía tanto dinero.

–Chaval, ¿tratas de estafarme? Ya te dije que no te las daré, ¡ahora retírate si no quieres que llame a la policía!

En ese momento pensé que era hora de actuar, era arriesgado, pero esto lo valía, así que, abruptamente le arranqué de las manos las tortillas y me eché a correr más rápido que la vez anterior.

–¡Ratero, ratero, ese niño es un ratero! –Gritaba el señor, tratando de alcanzarme.

Por tal adrenalina, en un momento decidí parar; no reconocía nada a mi alrededor, cuando de pronto caí en cuenta de que me encontraba en medio de la nada, en el oscuro callejón.

–Okey, no te asustes, Miguel. Todo está bien– Pensaba para tranquilizarme.

Por primera vez en mi vida, deseaba no haberme ofrecido a ir por las tortillas. Ya era de noche, estaba oscuro, silencioso, en un callejón al que me habían aconsejado no acercarme de noche. De pronto, se escuchó un crujido, parecía venir de la vieja casona que hace mucho estaba abandonada, ubicada ahí mismo. Las palmas de mis manos comenzaron a sudar, mis dientes cascabeleaban y mi cuerpo temblaba. Pasos se escuchaban, era como si alguien se estuviera acercando hacia mí, me quedé paralizado del miedo, conteniendo el aliento, rezando para que él o la persona que estuviera detrás de mí no fuera algún secuestrador o fantasma queriéndome llevar. Mi mente empezó a divagar, creándose historias inimaginables sobre lo que estaba detrás, hasta que mi imaginación llegó a una conclusión: La llorona.

Lo sé, creerán que es estúpido, que es sólo una leyenda y que no debería creer en esas cosas, pero ¿cómo dejaría de pensar en eso si yo vivía en el mismo estado en dónde la leyenda había nacido?

Tratando de apagar mis pensamientos, quise seguir adelante, me dispuse a dar el primer paso y salir de ese aterrador callejón, pero en ese momento alguien me rasguñó el brazo. En defensa, casi automáticamente empecé a lanzar y dar totillazos a lo loco y gritando:

–¡Aléjate, bruja, aléjate! ¡Cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús! ¡Padre nuestro…

Calmándome un poco, recordé que yo siempre llevo una linterna en el bolsillo de mi pantalón, así que la saqué nerviosamente y la encendí, para alivio mío, no era la llorona, tampoco era un secuestrador u otra cosa rara que pudiera aparecer en medio de la noche, sino que era una ramita que colgaba entre las paredes. Conmocionado y lleno de pánico, una crisis de risa me dio, no podía contenerme; tenía tanto miedo…




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