YA llevaba varios días sin hablarle a Pamela, aún no me recuperaba de la pena que pasé cuando mis abuelos y mi hermana malinterpretaron una situación que sólo dependía de un pedazo de papel. De cualquier manera, me dispuse a pensar que ese día nunca había pasado y que Pamela también lo olvidaría.
Acabada la escuela, como de costumbre, me dirigí a casa, sin embargo, sentí un hambre como pocas veces había sentido, mis ojos voltearon a todos lados buscando algún puesto de comida hasta que logré ver una panadería cruzando la calle, busqué en mis bolsillos dinero y, por suerte, encontré un billete de $20 que mi abuelo me había dado para comprarme algo en la cooperativa. Me asomé al local, mi estómago rugiendo anunciaba mi entrada, olía delicioso, era una mezcla de chocolate y pan recién salido del horno, cabe recalcar que jamás en mi vida había entrado a una panadería artesanal, todo el pan de dulce lo comprábamos en los supermercados o los hacía mi abuela. Entré curioso, había tanto pan de todos los tamaños y colores... Era una experiencia surrealista.
Agarré una bolita de pan que adentro contenía queso y un polvorón con chochitos espolvoreados, me acerqué a la cajera y le pagué con mi dinero. Salí emocionado, ya que me moría por darle una mordida a ese polvorón que parecía que me hacía ojitos. Me puse gel anti bacterial en mis manos, desenvolví el pan de su bolsita de plástico y cuando por fin le iba dar la primer mordida, pude notar que alguien me estaba observando. Era un perro, parecía hambriento y por sus costillas marcadas y aspecto descuidado me di cuenta de que era callejero.
–Hola amigo… ¿Quieres un pedacito de polvorón? – Le pregunté al momento de que partía mi polvorón a la mitad y se lo daba.
El perro me miraba esperanzado, moviendo su colita, le dejé su pedacito en el suelo para que pudiera comer en paz y continué mi camino a casa. Poco después escuché unas pesuñas golpeteando y jugueteando con el suelo, giré mi cabeza y allí estaba, ese perrito al que se le notaban las costillas me había seguido en mi trayecto, aunque, era obvio que con Steve la abuela ya no querría otro animal.
–Oh, amigo, no te puedo llevar conmigo, la abuela se enojaría…–Le decía mientras le rascaba una oreja.
Ya estaba frente a la puerta de mi casa y aquel can seguía apegado a mí. No podía dejarlo entrar así que me agaché a su altura, le acaricié una vez más, le dejé mi otro pedazo de polvorón y le prometí que volvería a pasar por la panadería al día siguiente. No pude comer el anhelado polvorón, pero aún me quedaba mi bolita de queso con la que podía matar el hambre.
Nunca volví a cambiar mi ruta de regreso de la escuela, siempre compraba algún pan o traía comida de la casa para compartir con Terry, mi perro de la calle que siempre me esperó hasta el fin de sus días.
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Editado: 06.05.2021