Un amigo extraordinario

El pato Pierre

CUANDO la tía Marcela empeoró de salud, tía abuela Sandra nos pidió que cuidáramos de su pato Pierre por algunos días para que le pudiera dedicar más tiempo a mi tía, pero al final, el animal se terminó quedando tiempo completo en nuestra casa.

Desde un principio, mi abuela no quería tener nada que ver con él, pero como mi abuelo es tan consentidor con tía Marcela y le partió el corazón verla tan mal, aceptó la petición de mi tía abuela Sandra antes de que mi abuela pudiera decir algo.

–¿Otro animal, Alejandro? Dime de dónde vamos a sacar el suficiente dinero para mantener a todos estos animales y dos niños, además, ¿sabes qué es lo que come un pato?

–No tengo idea, mujer, pero me imagino que no ha de ser tan difícil…

–¡Sí, claro! –Dijo mi abuela sarcásticamente.

–¡Oh, vamos! No nos cuesta nada echarles una mano a tus hermanas. Tan sólo hay que darle de comer al pato y un buen lugar para que pueda estar a gusto.

–¡Dios, Alejandro! ¡Necesita agua y un tanque, nosotros no tenemos eso!  

–Bueno, ¿y qué hay de la piscina inflable?

–¿De qué estás hablando, Alejandro?

–De la que le compramos a Miguelito, pero que nunca utilizó.

–Está bien–suspiró mi abuela–, sólo porque es mi hermana y porque tú me lo pides vamos a conservar al pato.

–Gracias, Conchita.

 Me gustaba tener a Pierre en la casa pues me divertía mucho dándole su lechuga y viéndolo caminar con sus dos patitas cortas alrededor del patio. Aunque creíamos que Steve lo iba a convertir en pato ahumado, lo trató sorprendentemente bien, tanto, que parecía como si se hubieran vuelto mejores amigos.

El problema era cuando la noche caía y la madrugada se asomaba. Ahí, fuera de la casa a las 4:00 de la mañana se podía escuchar a Pierre graznar convirtiéndose así en el nuevo despertador de la casa. Al abuelo esto era lo que más le irritaba. Siempre salía a callarlo con fuertes gritos:

–¡Pierre, a callar! ¡Vas a despertar a los vecinos! Y si sigues así, ¡haré una almohada contigo!

Pronunciadas estas palabras, Pierre siempre se terminaba callando, aunque no por mucho ya que después de unos cuántos minutos en completo silencio reanudaba su irritante graznido.

Un día, la poca paciencia que le quedaba a mi abuelo se le acabó. Ya había soportado muchísimas veces las travesuras de Pierre, pero esta vez había ido demasiado lejos.

Todo comenzó cuando el abuelo se dispuso a remodelar la vieja bodega que milagrosamente había estado desocupada desde el incidente de la sacadera de cosas que ya no se necesitaban. El abuelo estaba pasando por la crisis de los 68 años dónde cada quien que experimentara este tipo de situaciones querría volver a ser joven y parecerse más a ellos haciendo cosas como innovar, pintarse el cabello, querer hacer cambios grandes, etc.

–Alejandro, ¿a dónde vas tan apresurado y con esa ropa? –preguntó mi abuela al verlo con su viejo camisón que utilizaba para dormir.

–Voy a pintar la bodega, Conchita. A ese espacio se le puede dar una función muy útil.

–Pero, Alejandro, ya estás muy viejo para eso. ¿No sería mejor contratar a alguien que lo hiciera por ti?

–¡No diga eso, Conchita! ¡Me ofende! Yo solo puedo, además, ya me hacía falta un pasatiempo.

–Bueno… Si tú lo dices…

El abuelo se la vivía en la bodega, se llevó litros de pintura color rosa salmón y un rodillo grande para empezar a pintar las paredes.

Mi abuelo ya llevaba meses y por más que lo intentaba aún no había terminado de pintar toda la pared. En un descuido, cuando el abuelo fue al baño y dejó la puerta de la bodega abierta, Pierre se metió y pisó uno de los periódicos que estaban en el suelo todavía con pintura fresca.

Pierre, despreocupado como siempre volvió a salir de la bodega recorriendo así el pasillo, las escaleras, y parte de la cocina hasta llegar al jardín. De pronto, se escuchó un grito que provenía de la cocina seguido de un estruendo causado por sartenes estampándose al suelo:

–¡Alejandro! ¡Ven a ver rápido! –Gritó mi abuelita desde lejos.

–Ahí voy, Conchita, ahí voy, espera.

–¡Apresúrate! ¡Ven a ver lo que ha hecho el pato!

–A ver, Conchita, no hay nada de qué preocuparse, ¿que no ves que… ¡Santa Virgen María!

Por el tremendo escándalo que andábamos escuchando, Claudia y yo nos dirigimos a la cocina de donde todo se había originado. Nos quedamos impactados al ver que el piso estaba cubierto de huellitas de pato color salmón y lo peor, era que la pintura ya no se podía quitar.

–¡Ese condenado pato! –Refunfuñó mi abuelo.

El abuelo se fue muy enojado rumbo al jardín en busca de Pierre, poco después, volvió con él en brazos y como si hubiera perdido completamente la cordura nos dijo muy exaltado:

–¡Hay que llevarlo al lago del parque que está aquí a la cuadra! ¡Ya me harté! Debe de aprender a convivir con otros patos.

–Pero, abuelo. ¡Pierre nunca en su vida ha convivido con otros patos!




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