Un amigo extraordinario

Las ballenas

MI mayor temor, en definitiva. No sé por qué. Tal vez fue porque de chico vi mucho a “Pinocho” y “Buscando a Nemo”, eso debió de haber influido en algo, pero ahora, no las puedo ver ni en pintura y cuando lo hago, sueño que me terminan tragando.

Ese tipo de animales son muy imponentes. Sólo su tamaño y forma me da miedo, su canto misterioso y lleno de dolor hace que se me enfríe hasta el corazón. En serio era escalofriante escucharlas.

El abuelo decía que mi miedo a las ballenas era ridículo, puras pamplinas, y, así como es él, se prometió a si mismo que me iba a quitar el temor, aunque le costara la vida.

Uno de los días de semana Santa, el abuelo salió de su cuarto pateando la puerta, se fue silbando “Cuando calienta el sol” hasta donde estaba yo, traía visor y una de esas cosas que sirven para que los buzos puedan respirar bajo el agua, también llevaba un flotador de dinosaurio que le rodeaba toda su cadera haciéndole ver un poco gracioso.

–¿Por qué tan feliz, abuelo? –Pregunté aguantando la risa.

–Porque hoy nos vamos a la playa, Miguelito.

–¿En serio, abuelo?

–¡Sí y sólo usted y yo!

–¿Cómo una convivencia de abuelo y nieto?

–Sí, algo así…

Algo en el abuelo no me cuadraba, pero aún así me puse mi traje de baño debajo de mi ropa y lo seguí rumbo a la camioneta.

Él solo nos condujo rumbo a la playa, pero para mí, ya se había hecho muy tardado el viaje así que pregunté:

–Oiga, abuelo, ya en serio, ¿vamos a ir a la playa? Porque ya nos tardamos mucho, ya hasta se nos hizo de noche.

–Ah, sí, lo que pasa, Miguelito, es que vamos a ir hasta el norte.

–¿El norte? ¿Cómo para qué vamos tan lejos? Allá en nuestro estado hay playa, ¿No?

–Sí, pero vamos a los Cabos.

–Lo-los cabos? –Tartamudeé, sintiendo cómo se me erizaba la piel agregué­–. ¿Dónde se a-a-avistan ba-ba-ballenas?

–Precisamente, Miguelito, pero ¡qué listo es usted!

–Ay, abuelo, no me haga esto, por favor.

–Ya no hay vuelta atrás, m’ijo. Nos quedaremos en un hotel y continuaremos nuestro rumbo mañana.

Me puse pálido, parecía como si hubiera visto un fantasma y me quedé pensativo en cosas como mi testamento y la carta que le iba a hacer a mi abuela antes de ser tragado por una ballena.

Llegamos al hotel, el abuelo pagó todo y la recepcionista le dio las llaves de nuestro cuarto. Entré ya agotado por el viaje y me dejé caer en la cama pegando mi cara a la colcha. Abrí los ojos sólo para sufrir un ataque más; la cobija tenía plasmada una ballena y mi ojo estaba junto al suyo.

–¡Ay, Dios santísimo! –Dije mientras me paraba como resorte.

–¿Qué pasa, m’ijo?

–¡Sólo quite esa horripilante cobija!

El abuelo rápido la apartó de mi vista, pero me la lanzó a la cara.

–¡AY, NO!

–No sea chillón, Miguel.

Hice bolas la colcha y la tiré al suelo. No podía moverme, me había quedado completamente tieso. El abuelo agarró una de las botellas de agua que estaban sobre la mesita de la recámara y me lanzó el frío líquido encima.

–¡Abuelo! ¡La ballena! ¡Auxilio! ¡Me ahogo! –Grité.

El abuelo me cacheteó y respondió:

–¡M’ijo, no te está pasando nada!

–Abuelo, no puedo soportarlo, regresemos a casa.

–No, Miguel. Me prometí quitarte esa patética fobia y es lo que voy a hacer.

Miré para abajo y me metí a las sábanas para dormir, aunque estaba muy asustado para hacerlo y cuando por fin lo logré, surgió la típica pesadilla que no me dejó tener un reposo tranquilo.

Cuando la oscuridad se fue y la luz volvió a renacer anunciando su llegada, el abuelo me despertó y bajamos a desayunar huevos rancheros, luego, nos subimos al coche y continuamos con el viaje rumbo a los Cabos.

–Finalmente, ¡ya llegamos, m’ijo!

No me quería bajar del coche así que el abuelo me agarró de los pies para obligarme. Me aferré con mis 20 uñas a la puerta del auto, pero no resistí nada y terminé cayéndome con la boca abierta, tragándome tierra.

–¡Vamos, m’ijo! ¡No le saque!

Mi apretada muñeca no podía ni forcejear contra su captor por lo que tuve que dejarme llevar por el abuelo que una vez que compró los lugares para la lancha, me soltó y me mandó al bote junto con él. La lancha se iba profundizando cada vez más en el mar que aparentaba no terminar nunca, era un paisaje relajante, hasta que pude notar movimientos en la zona y alguien apuntando con su dedo gritó con emoción:

–¡Las ballenas! ¡Ahí están!

–¡No, no, no, no, no, no! –Repetía subiéndome a uno de los asientos.

–¡Mira, m’ijo! ¡Ahí se ve una muy clarito! –Dijo el abuelo con cámara en mano.

–¡Bla, bla, bla, bla, bla…! –Decía fuertemente tapándome los oídos con ambos dedos índices.




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